NADA nuevo descubro al comentar que no son estos unos tiempos favorables para la generación de empleo, y mucho menos si afirmo que las medidas restrictivas que, desde las distintas administraciones, se están tomando para sobrevivir a esta crisis económica afectan a las plantillas y formación de equipos. Nada nuevo he dicho. Todos estamos inmersos en el mismo escenario, y cuando hay que optimizar recursos y reducir gastos es evidente que unos capítulos apremian más que otros, por lo que se han empezado a dar tijeretazos a diestro y siniestro, olvidando que la creación de puestos de trabajo ha de ser siempre una prioridad por parte de los que han asumido altas responsabilidades en la vida del país.

Quienes desempeñan una función pública como cargo ejecutivo, es decir, que están al frente de un departamento durante un periodo concreto -lo habitual son cuatro años-, suelen optar por configurar un grupo de trabajo con personas próximas, bien porque son de su confianza, bien porque necesitan para el desempeño de sus funciones de rodearse de teóricos expertos a unos y otros, llamados personal de confianza o asesores, les ha afectado mayoritariamente la política de recortes, dando lugar a que a pie de calle se opine con ligereza sobre los motivos por los que se ha prescindido de determinados profesionales. Por eso se hace necesario explicar que los políticos tienen un presupuesto que les permite esta dinámica, pero, dada la delicada situación de nuestra economía, esa dotación se ha visto mermada sensiblemente y han tenido que priorizar a la hora de hacer tales contrataciones. Y aquí es donde generalmente se prescinde de determinados profesionales que siguen siendo necesarios, pero a los que se les ha castigado de manera ejemplarizante.

Al político le debe preocupar su imagen, el cómo la sociedad le ve y qué sensaciones percibe el ciudadano que con su voto le colocó en esa privilegiada condición. Sus actuaciones se reflejan en los medios de comunicación y su imagen debe ser impecable, pero para eso hace falta que una serie de profesionales se ocupen de ello -y no estoy hablando precisamente de los fotógrafos o jefes de prensa-. El responsable de prensa transmite su mensaje, puede pactar sus comparecencias en los medios y hacer uso de sus contactos para que el político quede lo mejor posicionado posible. Es lo que percibe el ciudadano y debe priorizarse, pero no hay que olvidar que lo que se entiende por protocolo también es comunicación. Los que hemos estudiado esta disciplina no somos los que debemos convocar, por ejemplo, una rueda de prensa, pero sí que debemos ocuparnos de que su comparecencia sea en el escenario adecuado, que sus gestos y maneras sean correctas, que su aspecto externo y su indumentaria sean impecables, asesorarle en cómo debe ser su relación social con los demás... No basta con que el discurso hablado tenga coherencia, pues con el lenguaje verbal puede estar contradiciendo lo que sus palabras afirman. Tampoco vale presumir de su elocuencia, de su capacidad de oratoria, pues un comportamiento inadecuado o una manera de vestir poco elegante hacen cierto el refrán de "según cómo te presentas te reciben y según cómo te compartas te despiden".

Permítanme reivindicar el papel de nuestra profesión, tan amplia y útil que mucha gente la desconoce, tanto que más de un político de pueblo cree que solo es útil en especiales ocasiones, planteando su necesidad en los actos de solemnidad, confiriéndonos el carácter de acomodadores de lujo. Detrás de un técnico, especialista o experto en protocolo tiene que haber años de oficio y de formación que se merecen el mismo respeto que cualquier otra titulación académica. Por tanto, su incorporación profesional no puede depender de si hay o no presupuesto suficiente para contratarle o crear la plaza y mucho menos considerarla un lujo prescindible. No, pero la triste realidad es que proliferan los casos de los profesionales afectados por esta delicada salud económica. La tijera de la actual inquisición se ha cebado con este oficio.