La España antigua, que a veces recae en la charanga y pandereta, en la anécdota frívola y en disquisiciones sobre un señor, Franco, un dictador -dictador, sí- que murió hace la friolera de treinta y seis años, ha dado ahora en llamar "el mago" al omnipresente. Y es que tan pronto se le ve arreglando lo de los pepinos en Almería como arengando a la militancia en Cantabria, o se le adivina reuniéndose secretamente con Artur Mas en Barcelona tratando de consolidar alianzas que permitan a su declinante jefe seguir gobernando un tiempo más. Me refiero, desde luego, a Alfredo Pérez Rubalcaba, vicepresidente primero, portavoz del Gobierno, ministro del Interior, alma en las sombras del PSOE y candidato de su partido a la Moncloa, un palacete de falsos mármoles que él ya conoce bien. Le dicen, también en su partido, "el mago", por su capacidad de estar al tiempo en todas las salsas, por su asombrosa capacidad de trabajo y porque le quieren capaz de cualquier milagro.

Pero no; tengo la impresión de que "el mago" no va a poder con todo. Y él lo sabe.

No resulta fácil para un periodista "del montón" que Rubalcaba se sincere con él; quizá lo haga, reservadamente, con algunos. Y, así, es muy poco lo que de verdad sabemos sobre sus pretensiones. En su última rueda de prensa, esta semana, temo que obvió detallar sus planes tanto como miembro del Gobierno en muy variados aspectos -¿de verdad le tocaba ir de bombero a parchear en la absurda "crisis del pepino"?- como en su calidad de conductor oficioso del PSOE en sus preparativos para la decisiva conferencia política que se celebrará en septiembre. Rubalcaba es mucho mejor devolviendo la pelota a la oposición -por ejemplo, ridiculizando el "plan de salvación" expuesto por Mariano Rajoy en... siete folios- que construyendo un mensaje positivo.

Pero pienso que el Partido Popular tiene razón, al margen de la intención con que lo haga, en pedirle que deje algunas de las muchas cosas que tiene entre manos: no se puede llevar la coordinación de todos los ministerios, ocuparse personalmente de la marcha de algunos de ellos, garantizar la seguridad de los españoles, sobre todo en momentos clave en la lucha contra los últimos coletazos del terrorismo de ETA (así lo sugirió el lunes el propio Zapatero), dialogar bajo cuerda con los nacionalistas y, encima, rearmar ideológicamente a un PSOE desnortado, desmoralizado. Simplemente, no se puede ni con toda la magia del mundo.

Y el caso es que, en una entrevista radiofónica con la que Zapatero salía de un cierto silencio melancólico, el presidente del Gobierno nos advirtió que, de cambios en su Gobierno, nada. Y de adelanto electoral, nada. Y de operaciones como una dimisión para propiciar una sesión de investidura que coloque a Rubalcaba en el lugar que realmente está ocupando ya, es decir, en la Presidencia, nada de nada. A Zapatero, que ha desacertado no poco en no pocas cuestiones, hay que reconocerle al menos el valor torero de agarrar los mandos que lo conducen a la impopularidad, evitándole a su sucesor el trabajo más feo. Yo creo que los sindicalistas y la patronal escenificaron su ruptura, basada, claro, en diferencias reales, para que ZP se abrase, por ejemplo, decretando sobre convenios colectivos en el sentido que Angela Merkel exige.

Pero sospecho, todos sospechan, que la situación no puede seguir así. Con un presidente oficial limpiando el camino al presidente oficioso que es, a su vez, otras muchas cosas. No quiero imaginar qué sucedería si por desgracia se produjese una crisis de seguridad y el ministro del ramo estuviese clamorosamente ausente en otros menesteres; menos mal que el equipo rector del Ministerio, desde el secretario de Estado hasta el director general de la Policía y la Guardia Civil, funciona a plena satisfacción. Pero eso ¿es bastante? Me parece que Zapatero tendrá que acabar reconociendo que esto, sin mayores cambios, no puede seguir así hasta marzo. Y que ni siquiera teniendo a un mago, o a un aprendiz de brujo, en la familia podrá evitar dar algún paso importante. Tengo la impresión de que, con este bagaje, no podrá presentarse a pecho descubierto en el ya inminente debate sobre el estado de la nación, para que Mariano Rajoy le destroce a placer, mientras Rubalcaba permanece en el escaño como mirando hacia otro lado, tratando de distraer la atención, como hacen los magos.