A uno lo respetan si se hace respetar. No se trata de ir con la pistola en la mano tiroteando a todo el que nos mire feo. Se trata de establecer lo admisible y lo intolerable. ¿Y qué es lo intolerable? Pues, entre otras cosas, asistir a una boda de Estado en Londres tres días después de que unos chicos de la Royal Navy estuvieran a punto de cargarse, en un asalto fuera de lugar a una patrullera, a un guardia civil en las aguas españolas que rodean Gibraltar. Digo aguas españolas porque el Peñón carece de mar territorial británico. Ni lo tiene ahora, ni cuando se firmó el Tratado de Utrecht; no lo ha tenido nunca, pese a que el vomitivo Caruana persista en reclamar tres millas de jurisdicción marítima. No era el momento para que su majestad la Reina Sofía acudiese, majestuosamente, al bodorrio de dos pimpollos; de un pimpollo real y de una pimpolla plebeya venida a más, por emplear la expresión utilizada a destajo en varios rotativos británicos. No era el momento igualmente para que asistiesen al regio enlace sus reales altezas los Príncipes de Asturias. Por bastante menos -el inicio de la luna de miel en Gibraltar- se negó el Rey Juan Carlos a estar presente en el casamiento del príncipe Carlos con la inefable Lady Di.

Dicen los beatos -o los creyentes, y así nadie se ofende- que Dios está en los detalles. No lo sé, pero los detalles suelen ser importantes. A lo mejor cuidando algunos detalles en nuestra historia reciente -la lejana es otro asunto- no estaríamos ahora lamentando el daño que le han hecho a la agricultura española las declaraciones de una política alemana de segunda fila; ni siquiera un miembro -perdón, una miembra- del Gobierno federal, sino una consejera de Hamburgo. Asegura la canciller Merkel que nos van a reparar el percance ocasionado. Espero que sí, aunque posiblemente no será la reparación que le hace a alguien importante otro alguien que se ha pasado de rosca, sino que todo se limitará, finalmente, al gesto caritativo de darle una limosna más generosa al pobre que, en un deambular descuidado, hemos pisado sin querer mientras mendigaba en la acera.

Darse a respetar, insisto para que nadie me entienda mal, no consiste en ir con el machete levantado y presto a partir el primer cráneo que se nos ponga por delante. Basta con formar parte de la comunidad internacional en igualdad de condiciones. Es decir, exigiendo para nosotros el mismo respeto que les otorgamos a nuestros vecinos. Esto no es tanto un asunto de Zapatero o de Rajoy como del propio pueblo. Porque si alguien en Alemania ha cometido una imprudencia capaz de arruinar miles de puestos de trabajo en un país laboralmente ya bastante arruinado, basta con dejar de acudir a los supermercados de cierta multinacional teutona. Sin violencia de ningún tipo; simplemente, dejando de entrar, que es lo menos violento y lo más pasivo que se puede hacer. Y lo mismo cabe hacer con ciertos hipermercados franceses, aunque sólo sea para recordarles a los gabachos que se han pasado bastante estos días atrás cuando sus televisiones, qué angelitos, han estado advirtiendo a la población gala contra el consumo de productos españoles por considerarlos muy peligrosos para la salud. Algo que no ocurrirá, sobra comentarlo, porque para actuar así hace falta amarse como pueblo y los españoles nos odiamos rabiosamente como pueblo.