SIEMPRE ha sido cierto que cuanto más pobre es un país, más ricos son sus ricos. De Teodorín Nguema Obiang, hijo de Teodoro Obiang Nguema, actual dictador de Guinea Ecuatorial, se cuenta que despilfarra durante una noche de orgías en París dinero suficiente para alimentar a cientos, e incluso a miles, de sus compatriotas, durante un año. Y para reírle tan caras gracias, de vez en cuando su padre le regala un coche que rara vez baja del medio millón de euros. En cuanto a su padre, el déspota Obiang Nguema, es público y notorio que controla un noventa por ciento de la riqueza guineana. Porque aunque Guinea sea un país rebosante de menesterosos, no es, en modo alguno, un país pobre. Los enormes beneficios del petróleo permitirían a sus habitantes vivir con un nivel de vida que ya querrían los suizos. Sin embargo, ese ingente caudal de divisas va a los bolsillos de una sola familia. Y sobre los derechos humanos, mejor no hablar.

Entiendo, pese a todo, el imperio de la necesidad. Guinea constituye hoy una de las pocas salidas para numerosas constructoras hispanas. Agotado el negocio en suelo propio, muchos empresarios españoles -entre ellos, algunos canarios- han optado por cambiar de aires al amparo de que en ese país los entienden en su propio idioma y además, para qué andarnos con rodeos, las leyes no las promulga o las cambia un poder legislativo democrático, sino el criterio de quien manda. Todo eso, insisto, lo comprendo y, pese al enorme ejercicio de cinismo o hipocresía que supone, hasta lo asumo. Poco o nada que objetar, por lo tanto, a que una delegación del Congreso de los Diputados encabezada por el presidente de la Cámara, José Bono, e integrada por los también parlamentarios Duran Lleida (CiU), Gustavo de Arístegui (PP) y Alex Saiz (PSOE) -aquí no se salva nadie-, haya ido a rendirle pleitesía a un sanguinario que tan pródigamente se está portando con la depauperada economía española. A fin de cuentas, también recibimos aquí -y los reciben en cualquier parte- con alfombra roja y gran revuelo protocolario a los chinos, pese a que en China continúa vigente un régimen totalitario cuyos dirigentes se pasan los derechos humanos por la entrepierna; expresión cursilona para decir que se los pasan por el mismísimo forro de los cojones, y ya.

Se me antoja un poco más difícil de entender, empero -incluso haciendo un gran acopio del mencionado cinismo- esa declaración de amor de Bono ante Obiang sin que todavía haya llegado el Día de San Valentín. "Es muchísimo más lo que nos une que lo que nos separa", le ha dicho el presidente del Congreso de los Diputados a don Teodoro. ¿Será lo que le une a él? Lo pregunto porque el señor Bono se ha hartado de calificar como reducto de la extrema derecha a determinados medios de comunicación que han aireado, a lo largo de los últimos meses, la existencia de algunas de sus propiedades inmobiliarias. Prefiero pensar que no. Quiero decir que me aferro a la idea de que Bono no es como Obiang y que, en consecuencia, su desafortunada declaración ante el dictador guineano sólo es producto de un arrebato de complacencia. Parece, empero, que cunde la moda entre los parlamentos y los parlamentarios de censurar a los medios de comunicación; algo que se puede presenciar aquí mismo, sin necesidad de viajar a Guinea.