EN EL TERCER trimestre de 2008 se produjeron en las carreteras españolas 525 accidentes mortales, en los que perdieron la vida 598 personas y 240 resultaron heridas. Son datos de la Dirección General de Tráfico. Cifras un tanto controvertidas, pues los críticos con el sistema, y de forma especial con el actual ministro del Interior, señalan que sólo se contabilizan como víctimas fatales las que mueren en el momento de producirse el accidente o en las 24 horas siguientes, cuando en realidad muchas personas fallecen tras una estancia más prolongada en los hospitales a causa de las heridas. En cualquier caso, la contabilidad -siniestra pero necesaria- de decesos en las carreteras se realiza de la misma forma desde hace mucho tiempo, con independencia de quien sea el ministro del Interior o el partido que gobierne.

En el mismo trimestre de 2008 se produjo un solo gran accidente de aviación en territorio español, con el conocido resultado de 154 fallecidos y 18 heridos graves. Las comparaciones no sólo son odiosas; además de eso, son lo que son. Pero obviando prejuicios, asombran los caudalosos ríos de tinta que se han dedicado a un único accidente, junto a la parquedad informativa -y hasta emocional- respecto a esa constante sangría que se produce sobre el asfalto. Menos cada año, también según datos irrefutables de la DGT, pero en cualquier caso muchísimos más que los ocasionados por el transporte aéreo, ya que hablamos del desplazamiento de personas.

¿Es seguro el avión? Estadísticamente no sólo es seguro, sino que es el medio más seguro. La diferencia -me lo decía hace poco un piloto en un programa de televisión- está en que cuando un coche sufre un accidente, a los ocupantes les queda la posibilidad de salir caminando; siempre que el percance no haya sido muy grave, por supuesto. Y cuando se hunde un barco, el que sabe nadar puede esperar hasta que lo rescaten. En cambio, cuando un avión deja de volar, nuestra capacidad para mantenernos en el aire es nula. Una ironía con demasiado peso psicológico para tomársela a broma. Esencialmente porque no es ninguna broma que mueran 154 personas de una sola vez, como tampoco resulta baladí que lo hagan otras 598 poco a poco durante tres meses. Los muertos, contabilizados uno a uno, son los mismos. Las tragedias familiares, consideradas una a una, son las mismas. En el accidente de Barajas se produjeron casos dramáticos en los que desaparecieron familias enteras, mientras que otras sufrieron pérdidas emocionalmente imposibles de superar en mucho tiempo; quizá en toda la vida. Pero eso también sucede con los accidentes de tráfico.

Las autoridades francesas competentes en seguridad vial han adoptado una medida que se me antoja tétrica, incluso desagradable, aunque resulta bastante eficaz por el impacto que produce en los conductores. De vez en cuando sitúan varias siluetas negras de tamaño natural, tantas como el número de muertos, en el lugar donde se ha producido un accidente letal. Más de una vez me he quedado sobrecogido al salir de una curva y ver esos perfiles sin rostro -uno, dos, cuatro; los que hayan sido- avisándome implícitamente de lo que nos puede ocurrir a cualquiera, aunque también enviando un mensaje implícito a los viandantes de que, detrás de cada imprudencia, suele quedar un largo drama personal y familiar. ¿Merece la pena colocar 154 siluetas en algún lugar del aeropuerto de Barajas y recordarles de esa forma su deber de prudencia a los responsables de que vuelen los aviones? Prefiero no pronunciarme. Sólo quienes han perdido a un ser querido imprevistamente conocen la angustia que se sufre y, lo que es peor, lo mucho que se prolonga ésta en el tiempo. Por ello, cuanto se haga para mitigar el sufrimiento de familiares y allegados siempre será poco. Incluso aunque parezca desproporcionado.

Se ha dicho y escrito mucho sobre la tragedia aérea de hace un año. ¿Ocurrieron fallos humanos y de operatividad antes, durante y después del accidente? Tal vez, sí. El tan denostado por algunos informe de la CIAIAC (Comisión de investigación de accidentes e incidentes de aviación civil) es bastante extenso y esclarecedor en el sentido de que no sólo describe lo que ocurrió; también trata de explicar por qué ocurrió. Queda por dilucidar las posibles responsabilidades, si las hay, habida cuenta de que el comandante y el copiloto pagaron con su vida un posible error. Sin embargo, tras leer las casi cien páginas de ese informe me quedo con una palabra: la prisa. La prisa que, al parecer, hizo que los pilotos se saltaran una comprobación básica; la prisa que les hizo optar a los técnicos por desconectar un relé en vez de cambiarlo; la prisa por salir y la prisa por llegar que a menudo nos deja en el camino, sobre todo a la hora de pisar el acelerador en una carretera. A los pilotos y técnicos les meten prisa las compañías, y a éstas los usuarios. Hace dos semanas presencié, en el mismo aeropuerto de Barajas, como un señor, en bermudas y cholas, con señora y prole de la misma guisa, abroncaba a la empleada de información de una aerolínea porque su vuelo se retrasaba media hora, e iba a llegar tarde -agosto es así- a un hotel que ya tenía pagado. No olvidemos de qué polvos vienen algunos lodos.

rpeyt@yahoo.es