Según las Naciones Unidas (ONU), dos tercios de la población mundial podrían enfrentarse a una penuria de agua en 2025. El control del uso y el reparto de las aguas territoriales ya generan tensiones internacionales. Desde hace décadas, se convierten en pretexto de casus belli entre países. En realidad, la cuestión del agua se añade a las tensiones o conflictos existentes, sirviendo así de instrumento de poder a los Estados que pueden emplear en el marco de éstos.

A menudo, el agua se transforma en arma en un contexto ya (pre)conflictivo donde las relaciones entre los Estados ya están degradadas. En otros términos, hay poca probabilidad de que el agua sea un factor capaz por sí solo de iniciar una guerra. Las razones de una guerra son múltiples y el agua constituye un agravante en las hostilidades que aleja la posibilidad de una negociación de paz.

Además de ser objeto de un conflicto regional, el agua potable constituye también un arma de guerra de las más antiguas y eficaces, a la luz de la historia de la humanidad. En efecto, ya Heródoto, historiador griego, mencionaba que Cyrus el Grande usó el agua como arma para conquistar Babilonia en 539 A.C. A principio del siglo XVI, Leonardo da Vinci y Macchiavello habían imaginado desviar el río Arno para consolidar la supremacía de Florencia sobre Pisa. Hoy, para acallar la población descontenta de Caracas, el régimen de Nicolás Maduro provoca o no resuelve los apagones que afectan el abastecimiento de agua potable.

Vietnam, la extinta Yugoslavia, Afganistán, Yemen, Irak, Siria son algunos de los países donde hechos de guerra fueron deliberadamente cometidos contra obras hidráulicas por ser blancos militares o terroristas. Con el fin de romper la resistencia, de provocar el exilio o aterrorizar la población civil, destruyen las infraestructuras o contaminan las fuentes de agua potable.

El Derecho Humanitario Internacional condena esas prácticas que deben ser calificadas de crímenes de guerra, a la vista de los Convenios de Ginebra y sus Protocolos que velan al respecto de un mínimo de Derechos Humanos en el marco de un conflicto armado. En una guerra, la falta de agua potable es igualmente mortífera que una bomba o balas de plomo.

Por ello, los Protocolo I y II indican que, en Derecho Internacional, no se puede usar todos los medios para hacer la guerra. Así pues, prohíben formalmente recurrir a la hambruna y a la privación del agua como armas de guerra (artículos 54 y 14). Por ejemplo, no se puede atacar las instalaciones de tratamiento de agua o las centrales hidroeléctricas imprescindibles para el bombeo y la distribución de agua potable. Tampoco se puede afectar los medios acuáticos, así como los bosques que tienen un papel importante en el ciclo del agua; lo que excluye el uso de las armas químicas y biológicas.

Al igual que las nubes radioactivas militares de Hiroshima o civiles de Chernóbil, el agua ignora las fronteras. Es un arma de destrucción masiva potencial si está empleada con fines militares. Actualmente, en el mundo hay 263 embalses hidrográficos transfronterizos cuyos dos tercios no son objeto de una cooperación de gestión internacional. Significa entonces que hay dos tercios de posibilidades de convertir estos embalses en armas de guerra.

¿Son suficientes los Convenios de Ginebra y sus protocolos para impedir el uso del agua como arma? No. Si ciertamente estos textos pueden servir de base para una intervención de la ONU, tienen un alcance más limitado y una eficacia menor que un tratado internacional de desarme nuclear. La comunidad internacional debe dotarse de instrumentos políticos y jurídicos eficaces para impedir el uso de los recursos acuíferos como armas y blancos militares.

Quizá la amenaza del cambio climático puede llevar a los Estados a concienciarse de la necesidad de neutralizar el uso del agua como arma de guerra. En efecto, las inundaciones y las sequías afectarán tanto a los países del Norte como a los del Sur. Estos se enfrentarán a una disminución de recursos acuíferos que tendrá repercusiones en la salud y los desplazamientos de sus poblaciones, además de sus economías y la (in)estabilidad política.