Jerónimo Saavedra, expresidente del Gobierno de Canarias, estaba sentado al lado del diputado que debía cantar su voto en la segunda sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo (UCD) cuando se escucharon los primeros disparos. Los tiros sonaron a las 18:23 horas del 23 de febrero de 1981. "Mi primer pensamiento fue que en España era imposible convivir en democracia; que por desgracia la única alternativa era hacer las maletas, si conseguía salir con vida del Congreso, e irme al extranjero", cuenta Saavedra en el arranque de una revisión de la historia a cuatro bandas en la que también participan Alfonso Soriano Benítez de Lugo, María Dolores Palliser Díaz y Juan Julio Fernández.

El exministro de Administraciones Públicas y de Educación y Ciencia recuerda que aquella sobremesa le generó una sensación de derrota inaplazable. "Mi cabeza giró en todas las direcciones rápidamente y mi pensamiento se quedó encasquillado en el hecho de que España no tenía solución", y que "cuando aquella bestia parda, o verde, entró en el hemiciclo dando gritos -el teniente coronel Antonio Tejero Molina se puso al frente de 200 guardias civiles- nos temimos lo peor", revive el que fuera alcalde de Las Palmas de Gran Canaria en una conversación telefónica camino del aeropuerto de Gando.

Saavedra recuerda cómo un sinfín de miembros de la Benemérita entraban y salían de forma desordenada del salón -cuando terminó todo se conoció que los asaltantes habían consumido en el bar del Congreso de los Diputados cuatro botellas de Moët Chandon, seis de Codorniu, veinticuatro botellas de vino tinto, diecinueve botellas de whisky y dieciséis cajas de cerveza que fueron valoradas en 106.672 pesetas-, unas veces escoltando a uno de los líderes de los partidos con representación parlamentaria y otras para comentar en secreto aspectos que estaban ocurriendo en una zona que estaba fuera de su campo de visión. "Se llevaban a los dirigentes a unas salas contiguas y nadie sabía si iban a regresar". El abogado grancanario, por último, recuerda que "las horas se hicieron eternas, pero en cuanto tuvimos noticias del mensaje del Rey entendimos que la operación estaba caminando hacia su fracaso", concluyó el exdiputado del Común.

El jurista lagunero Alfonso Soriano Benítez de Lugo no tenía que estar aquella tarde en el Congreso de los Diputados. Su rol en Madrid era de senador, pero acudió como testigo de la investidura de Calvo-Sotelo. "A veces pienso que no debí estar allí, pero también soy consciente del episodio histórico que viví en primera persona aquel 23F", declara el primer presidente de la Junta de Canarias. "El que diga que no pasó miedo, no dice la verdad; fueron unas horas llenas de incertidumbre", abrevia en la línea de salida de una conversación en la que deja clara la confusión inicial: "Nos tiramos al suelo y nadie fue consciente de si los disparos eran al aire o contra las personas que estaban en los escaños... Delante de mí tenía a Blas Piñar y a Fernando Sagaseta: me quedé analizado sus gestos porque había cosas que no me cuadraban", cuenta de los instantes anteriores a los desalojos de Adolfo Suárez, Manuel Gutiérrez Mellado, Felipe González, Alfonso Guerra y Santiago Carrillo. "Uno de los momentos más difíciles se produjo cuando los guardias civiles hicieron un acopio de madera -con sillas y mesas rotas- en el centro del hemiciclo... Dijeron que si en algún instante cortaban la luz, prenderían fuego a esa montaña de utensilios. Ahí fue cuando pensé que prefería morir de un tiro que quemado", dijo el diputado canario en cinco legislaturas.

"Viendo lo que está pasando en la actualidad en Cataluña, no sabría distinguir si aquel intento de golpe de Estado hubiera tenido una salida más airosa que la encrucijada política en la que nos hemos metido en los últimos tiempos... En los años 80 no existía el extremismo que se percibe hoy desde las filas de Podemos y Vox", censura Soriano Benítez de Lugo en relación al grado de entendimiento que había entre los políticos de centro y de izquierda. "Ni la UCD era de extrema derecha, ni el PSOE de extrema izquierda. Por esa razón, y no otra, supimos construir un ciclo democrático que estuvo a punto de saltar por los aires por los delirios de un trastornado y un puñado de insurrectos".

La también letrada María Dolores Palliser era una de las pocas mujeres que vivieron el asalto desde dentro. "Fueron horas de mucha rabia; horas en las que reflexioné sobre si realmente valieron la pena los esfuerzos realizados entre los años 1977 y 1981", afirma una política que llegó a ser vicepresidenta de la primera comisión de Defensa en el Senado.

"Me quedé paralizada; fría al ver a aquellos individuos entrando a la fuerza en la sala, apuntando a los miembros de la mesa presidencial y pegando tiros", encadena sobre el violento nacimiento que tuvo el 23F. En un informe posterior emitido por el arquitecto conservador de la Cámara se reflejó una factura por valor de 1.057.280 pesetas que se abonó por reparar los daños de los 37 impactos de bala -treinta y cinco permanecen incrustadas- que acabaron en el techo. Palliser, que mantenía una estrecha relación laboral con Gutiérrez Mellado, recuerda que a principio de los años 80 uno de los asuntos que más preocupaban al Gobierno era "reemplazar las estructuras de un ejército de dominación por uno al servicio de la ciudadanía... Suárez tuvo que apagar muchos fuegos -la inflación estaba en 25 puntos, teníamos más de tres millones de emigrados, el tejido industrial se había quedado obsoleto y los niveles de analfabetismo eran elevados-, pero el control de la cúpula militar era prioritario... Milans del Bosch estaba enviando señales de que un golpe estaba próximo".

María Dolores Palliser confiesa que llegó a hablar con Agustín Rodríguez Sahagún, ministro de Defensa entre el 15 de mayo de 1979 y el 26 de febrero de 1981, para que mediara con él. "Le dije que me preocupaba este hombre; que durante la botadura de una corbeta en Cartagena me dijo que España necesitaba al Ejército porque los valores democráticos eran un riesgo. Milans del Bosch fue el primero en sacar los tanques a la calle", recuerda antes de dar el relevo informativo a Juan Julio Fernández.

El arquitecto canario, por aquel entonces en las filas de UCD, relata que las tres sensaciones que experimentó en las primeras horas de la sobremesa del 23F fueron "sorpresa, vergüenza y miedo". En su mente aún está clavado el color verde del zócalo del Congreso y el de los uniformes de la tropa de Tejero. También una frase hueca que repite al comienzo de este diálogo. "Gilipollas, mete la cabeza debajo del asiento que te van a pegar un tiro". Fernández compara el estruendo inicial con la traca del Cristo de La Laguna. "Por un instante me sentí en medio de la plaza". En la sala ya no estaban los líderes de los partidos políticos y él fue uno de los primeros que se cruzaron con Gutiérrez Mellado. "La primera vez que salí a orinar ocurrieron dos cosas. Me encontré con la asistenta de Raúl Tejado en el pasillo y me pidió cinco duros para llamar por teléfono de una cabina. Luego, cuando entré al baño, me encontré con él. Estaba custodiado por un sargento de la Guardia Civil y no hablamos. Gutiérrez Mellado me hizo un gesto de tranquilidad con sus manos y se marchó".

Juan Julio Fernández afirma que aquella tarde-noche experimentó una sensación parecida a la de los presos de un campo de concentración. "Sin decir ni una sola palabra los demás entendieron que Gutiérrez Mellado seguía vivo", apunta en un tramo de la conferencia telefónica en la que el protagonismo lo acapara un pequeño transistor propiedad de José Luis Mederos. "Nadie tenía claro cómo funcionaba, pero conseguimos ponerlo a funcionar. Esa radio fue durante un tiempo la única conexión con el exterior. El guardia civil que nos custodiaba nos dijo: Pongan esa radio más baja que me comprometen, pero nos dejó escucharla. Un poco más tarde nos enteramos de que aquel agente había sido el mismo que se escapó del Congreso de los Diputados a través de una ventana. A medianoche ya sabíamos que aquello no iba a funcionar, pero la madrugada se hizo eterna", dice el exdirigente de UCD.