MIENTRAS ha durado la larga tramitación del proceso penal instruido al magistrado José Antonio Martín, mantuve silencio por razones obvias, pero tenía decidido romperlo cuando conociera la sentencia, pues he hecho muchos sacrificios por el prestigio de la Justicia como para permanecer callado. Estaría dispuesto a dar media vida por defender la independencia e imparcialidad de los dos magistrados que dictaron la sentencia condenatoria, pero me reservo la otra media para criticar públicamente las resoluciones judiciales. El ejercicio continuado y permanente de la discrepancia, constituye la esencia fundamental y la grandeza de la profesión de abogado, juez o fiscal, pero la crítica pública de las resoluciones judiciales es imprescindible como medio de control del poder judicial por el pueblo, de quien dimana la justicia (art. 117.1 C.E).

No es este el lugar para hacer la crítica de la referida sentencia, por su complejidad técnica, sino en los foros adecuados para debatirla públicamente. No entro a analizar los fundamentos jurídicos que rechazan los argumentos de la defensa sobre la vulneración de derechos fundamentales, salvo destacar que, en base a las mismas sentencias constitucionales invocadas al respecto por el juzgador, también se puede defender la tesis contraria. Resulta paradójico que el famoso Auto del Tribunal Supremo de 18 de junio de 1992 -en el que, básicamente, se fundamenta en parte el rechazo de la pretendida vulneración (pág. 10)-, dictado en el "caso Naseiro", en base a cuyas "pautas se vienen resolviendo las situaciones concurrentes" (aparición de nuevos hechos delictivos en las intervenciones telefónicas), fue inspirado por la tesis doctoral sobre "Proporcionalidad y Derechos Fundamentales en el Proceso Penal", del abogado y catedrático de Derecho Procesal Nicolás González Cuellar, defensor del magistrado José Antonio Martín.

Como ha hecho el magistrado Varona Gómez-Acedo en su encomiable voto particular discrepante, sólo analizaré el F.J. 2º de la sentencia, en cuanto al fondo, sobre la calificación jurídica de los hechos probados (página 26 a 32). Sobre este punto, la sentencia se sustenta, fundamentalmente, en el Auto del Tribunal Supremo de 2 de junio de 2008 (conversación telefónica intervenida a la presidente del T. Constitucional), en cuyo F.J. 4º, párrafo 2º, "en síntesis", se establece la doctrina de que "no todo consejo emanado de una autoridad o funcionario público puede reputarse delictivo, en cuyo caso, no existe una actividad de asesoramiento, aún ocasional, susceptible de integrar el tipo previsto en el art. 441 del C. Penal, salvo que se comprometa la imparcialidad". En vez de hacerse en la sentencia una subsunción rigurosa de los hechos en el tipo penal del art. 441 del C. Penal, tal como lo interpreta la anterior doctrina, se llega a la sorprendente conclusión de que en la deliberación del recurso de apelación, en la que se denegó la libertad con fianza del preso preventivo, ha quedado acreditado, no que el magistrado enjuiciado haya "comprometido la imparcialidad", como exige el citado auto, sino "la más que probable pérdida de imparcialidad". La sentencia contiene una versión tendenciosa del contenido de dicha deliberación.

Los que hemos sido ponentes en las deliberaciones de un tribunal colegiado, intentamos persuadir con argumentos y convencer a los otros miembros del tribunal de nuestra tesis. Muchas de las deliberaciones de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TSJC, de la que formé parte como magistrado, duraban horas, e incluso se suspendían para continuarlas el día siguiente, tras una serena y nueva reflexión. La deliberación en la que participó J. Antonio Martín duró quince minutos. Se limitó a opinar que era partidario de estimar el recurso de apelación y poner en libertad con fianza al preso preventivo, y al no compartir los otros dos magistrados su tesis, perfectamente acorde con la doctrina constitucional sobre la prisión preventiva, no formuló voto particular, que no se destaca en los hechos probados, y apoyó el criterio de la mayoría, lo que acredita que no comprometió su imparcialidad. Lo demás es retórica subjetiva.

En el citado F.J.2º de la sentencia, se omite el párrafo 3º del comentado F.J.4º del Auto del T.S .2.6.008, en el que se dice: "En definitiva, en la conversación mantenida por la persona aforada (se refiere a la presidente del Tribunal Constitucional), se deslizan expresiones que se ajustan sin dificultad a los módulos de adecuación social generalmente admitidos. La formulación de un comentario acerca de las incidencias procesales de un determinado asunto, incluso, la indicación del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional como vía posible para la impugnación de actos jurisdiccionales, no puede considerarse, sin más, un hecho delictivo llamado a ser investigado por la jurisdicción penal". Es injustificable que no se haya aplicado esta doctrina para absolver al magistrado José A. Martín, que, en la conversación telefónica mantenida con su amigo Wilebaldo el 27.7.2005, "deslizó expresiones que se ajustan a los módulos de adecuación social generalmente admitidos", con el léxico habitual de toda conversación telefónica, calificada por el juzgador de "chusco" , y se limitó, exactamente igual que se recoge en la doctrina jurisprudencial anterior, a "comentar las incidencias procesales del asunto y a indicar las vías posibles del recurso de apelación", que nada tiene que ver con el asesoramiento a que se refiere el art. 441 del C. Penal, que, para tipificarlo correctamente, tiene que realizarse "al servicio" de un particular, es decir, en el marco de una relación de arrendamiento de servicios, que no se ha probado. De aceptarse que el citado delito se consumó en dicha conversación telefónica, confieso que lo he cometido miles de veces, pues como fiscal general del Estado y magistrado, recibí a innumerables familiares, sacerdotes, amigos y abogados de presos, a los que aconsejaba, no asesoraba, sobre asuntos en que debía intervenir, en términos similares a los empleados por José A. Martín en la referida conversación telefónica, sin el más mínimo detrimento de mi imparcialidad e independencia. Antes al contrario, con dichos consejos pretendía acercar la Justicia al pueblo, que, precisamente, no la valora positivamente por administrarse de manera distante y de forma ininteligible para la mayoría de los ciudadanos. El magistrado o fiscal que en su vida profesional no haya aconsejado a un justiciable o al familiar de un preso en los términos descritos que tire la primera piedra.

Es técnicamente recusable que las cinco sentencias de la Sala II del T.S. (867/003, 92/1999, 372/1998, 1318/004, y 2125/002) que se seleccionan en el F.J.3º del Auto de 2.6.008, en las que se resume la doctrina jurisprudencial sobre el "alcance" del tipo delictivo del art. 441 del C. Penal, hayan sido ignoradas olímpicamente en la sentencia, en la que sólo se cita la desconocida STS de 28 de junio de 1999, para resaltar que no es necesario que concurra el "ánimo de lucro" en dicho delito, omitiendo que, para tipificarlo correctamente, como exige la referida jurisprudencia del T.S., se debe apreciar que los funcionarios o autoridades, en el ejercicio de sus atribuciones, "se aprovechan ilícitamente de su cargo, utilizando la preeminencia del mismo para obtener abusivas ventajas en su actividad privada", que ni remotamente se ha probado obtuviera el magistrado J. A. Martín, como tampoco que haya habido algún indicio racional del delito de cohecho, por el que se investigó durante más de dos años a él y a su familia, en base a conjeturas y sospechas, propias de una "causa general". En conclusión, dos magistrados de lo Social, alejados hace tiempo de la justicia penal, en la primera sentencia penal que probablemente han dictado en toda su vida profesional, como no encajaba su tesis en la citada jurisprudencia penal del T.S, para tipificar el delito del art. 441 del C. Penal, elaboraron "ex novo" su propia doctrina, sin base en la doctrina científica, vulnerando el deber inexcusable de resolver ateniéndose, por imperativo del art. 2.7 del C. Civil, a la doctrina jurisprudencial del T.S.

En este caso cobra significado la reflexión del eximio catedrático de Derecho Administrativo Alejandro Nieto: "No nos engañemos, las decisiones judiciales son rigurosamente subjetivas. El juez no razona objetivamente, sino que decide bajo los impulsos de una percepción personal. Cuando se pronuncia a favor de un interés determinado, realiza una declaración de voluntad apenas disimulada con argumentaciones legales de muy poca consistencia, suplantando en ocasiones a la Ley y al legislador, creando Derecho y obligando decir a los textos legales lo que jamás se hubiera pensado".

Para analizar la instrucción penal errática realizada por los magistrados Carla Bellini y Parramón contra el magistrado José Antonio Martín es imprescindible, previamente, cuestionar la imparcialidad y la constitucionalidad de la figura del juez de instrucción. Hora es ya de dejarnos de hipocresías y llamar a las cosas por su nombre: los jueces de instrucción, salvo honrosas excepciones, son, por antonomasia, parciales, más inquisidores que garantes, debido a los prejuicios que inevitablemente genera la instrucción penal.

Como ya había advertido en 1882 Alonso Martínez, ministro de Justicia a la sazón, en su excelente Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, "todos los prejuicios y preocupaciones que la instrucción ha hecho nacer en el ánimo del juez de Instrucción inciden en el juicio oral". La fundamental sentencia del Tribunal Constitucional 145/1988, de 12 de junio, sentó la doctrina de que "la actividad instructora puede provocar en el ánimo del juez de Instrucción, incluso a pesar de sus mejores deberes, prejuicios o impresiones a favor o en contra del acusado que influyen a la hora de sentenciar". Dicha sentencia dio lugar a la Ley Orgánica 7/1988, de 28 de diciembre, que creó los jueces de lo Penal y les atribuyó la competencia para fallar las causas por delitos menos graves que hasta entonces eran instruidas y falladas por los jueces de Instrucción. La experiencia demuestra que dichos prejuicios se manifiestan con más intensidad y ponen en mayor peligro la imparcialidad objetiva del juez de instrucción a la hora de decretar una intervención telefónica, como ha acontecido en la causa seguida contra el magistrado José Antonio Martín, o la prisión provisional que, a la hora de juzgar, pues para adoptar dichas medidas cautelares el instructor realiza una valoración de la culpabilidad, lo que ha llevado a algunos autores a sostener, con acierto, que tales resoluciones son "legalmente arbitrarias", dada la imposibilidad de que el juez de instrucción sea imparcial desde una perspectiva objetiva, al ser simultáneamente inquisitorial parte acusadora y garante de los derechos fundamentales, funciones constitucionalmente inconciliables.

Lo que no podía imaginar Alonso Martínez es que los prejuicios de la instrucción con repercusión mediática, producirían efectos perversos en el juicio oral, aumentados por los juicios paralelos -imputables no al mensajero, sino a quienes transmiten el mensaje vulnerando impunemente el secreto del sumario-, determinantes de la condena anunciada del magistrado José Antonio Martín.

Los prejuicios de la instrucción penal han desvirtuado también el derecho fundamental a la presunción de inocencia que tiene el imputado, al que, por el contrario, se le presume culpable mientras no demuestre su inocencia. Alain Minc, en su libro "La borrachera democrática", ha destacado que el nuevo poder de la opinión pública ha fomentado la gloria irresistible del juez de instrucción, convertido por fin en el "hombre más poderoso de Francia", como ya había profetizado Napoleón.

El problema de si debe mantenerse la figura del juez de instrucción o transferir al fiscal las facultades instructoras bajo la vigilancia de un juez de garantías que tendría que intervenir cuando alguna de las partes recurriera las resoluciones del instructor, sobre todo las que afectan a derechos fundamentales, es una cuestión abierta y pendiente de decisión desde hace más de un siglo. En la citada Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, decía Alonso Martínez: "Y suponiendo que algún día el legislador, echándose en brazos de la lógica, llegara hasta el último límite del sistema acusatorio, el Gobierno de S.M. ha creído que era demasiado brusca para este país, en que los jueces han sido hasta ahora omnipotentes". Nos llevaría muy lejos analizar las causas por las que el legislador no se ha echado en brazos de la lógica para atribuir la instrucción penal al Ministerio Fiscal.

Rafael Mendizábal, magistrado jubilado del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, ha escrito: "El juez de Instrucción se debate en un mundo de contradicciones que saltan a la calle. Nadie parece querer un juez policía, sino un juez garantía, guardián, no guardia, pero no faltan tentaciones ni quienes aplaudan, cuando les conviene, a los jueces de asalto. La instrucción sumarial en manos de un juez sufre el rechazo de la configuración constitucional del Poder Judicial. Conforme al art. 117.3 y 4 de la Constitución, el juez tiene a su cargo, con carácter exclusivo y excluyente, juzgar y ejecutar lo juzgado, y en la etapa previa al juicio oral, la función de garantía de los derechos y libertades, nada más, pero nada menos. La tarea de investigar o dirigir la investigación y encauzarla no es suya, por salirse del marco constitucional. Es una tarea policial que debe ser realizada bajo la supervisión directa e inmediata del fiscal. La figura del juez de Instrucción, entre inquisitorial y afrancesada, con un toque actual italianizante, no puede subsistir, y mientras esté ahí no tendrán remedio los problemas de la justicia penal". (Actualidad Administrativa nº 18,9 de mayo de 1993, pág. 22). Creo que no puede ser más luminosamente expresada la tesis que trato de transmitir.

La anterior crítica a la instrucción penal es en gran medida fruto de mi experiencia personal y profesional durante mi etapa como juez de Instrucción, que culminó como titular del Juzgado de Instrucción nº 5 de la Audiencia Nacional, donde me di cuenta de que el enorme poder que tenía me estaba destruyendo como persona. No sería intelectualmente honesto si no confesara que me encantaba el poder, sobre todo cuando mis actuaciones profesionales tenían trascendencia mediática. No era consciente de mis limitaciones ni de la modestia de mi función. Afortunadamente, mis raíces campesinas y mi raza de nobles luchadores, me salvaron de la corrupción moral en la que de ordinario degenera todo ejercicio del poder sin el control del pueblo, del que emana la justicia (art. 117.1 C.E.).

* Magistrado excedente