Sigamos con la Primera Guerra Mundial. ¿Por qué no estando, como estamos, en el centenario de su inicio? Vicente Blasco Ibáñez fue un escritor -además de periodista y político- hoy un tanto relegado al olvido, aunque no era esta su suerte a finales del XIX y comienzos del XX. En 1909 emigró a Argentina, país en el que triunfó como conferenciante. El muchísimo dinero que obtuvo con esta actividad lo dilapidó en un estrambótico proyecto de colonizar la Patagonia con agricultores valencianos. Arruinado, regresó a Europa en 1914 decidido a convertirse en autor de novelas de éxito para salir de la bancarrota. El sueño dorado de cualquier plumilla. La diferencia estriba en que a Blasco Ibáñez le salió bien. "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" le dieron fama mundial. La prensa inglesa llegó a considerar esta novela, publicada por primera vez en 1916, como el libro más leído después de la Biblia. Ya sería menos.

No obstante, la obra no deja indiferente a nadie pese a estar escrita con la intención de poner en buen lugar a los aliados, especialmente a los franceses, y de criminalizar a los alemanes. Dicen las malas lenguas que Ibáñez la escribió por encargo de Raymond Poincaré, hermano del famoso matemático y entonces presidente de Francia, amén de amigo personal suyo. Pergeñada o no con tales intenciones de propaganda, el autor valenciano consiguió con su relato dibujar un drama europeo que va más allá de esos cuatro años de contienda que mediaron entre 1914 y 1918. La historia de una familia dividida y situada en bandos opuestos no es más que un prolegómeno de lo que les sucedería luego a miles de familias españolas cuando estalló la locura fratricida de 1936. Nada nuevo bajo el sol porque, tras la guerra franco-prusiana de 1870, el propio Victor Hugo sentenció que cualquier conflagración entre europeos es una contienda civil.

Releí "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" hace unos meses, treinta años después de que lo hiciera por primera vez. No me gusta recomendar novelas. ólo apunto que no se puede entender la tauromaquia, incluso para aborrecerla, sin leer "angre y arena", y tampoco comprender por qué se comportaron los alemanes como lo hicieron en las dos contiendas mundiales sin sumergirse en el apocalíptico relato de Ibáñez.

Cuando utilizo el verbo comprender en este caso no me refiero exclusivamente a dramas que acontecieron hace cien años. Lo digo en relación con hechos que siguen ocurriendo actualmente porque la semana pasada, cuando me contaban la actitud despótica de una señora criada y educada en Tenerife pero siguiendo las exigencias del estilo prusiano -germen de lo que luego sería el nazismo-, me venía a la cabeza, como si estuviese viendo una película, la explicación dada por uno de los personajes de los cuatro jinetes sobre la autosuficiencia despreciativa de los teutones cuando salen de su país: han recibido desde su infancia tantos latigazos disciplinarios de sus padres, de sus profesores y hasta de sus jefes en las empresas, les han dado tantas patadas en el trasero, han sido tan sometidos y humillados internamente, que no les queda más remedio que comportarse despóticamente con sus semejantes para evacuar la ira acumulada y no ahogarse en su propia bilis. Ibáñez, al igual que luego Ortega, tan lejanos y a la vez tan imprescindibles para entender nuestra cotidianidad actual.

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