Pedir, pedir, pedir. Porque tenemos derechos. Aferrados al castillo de naipes de nuestros derechos, oiga, ganados con dolor, sudor y lágrimas: la salema da sus últimos coletazos en el balde. Confieso que me cuesta entenderlo, será nuestra naturaleza, como le decía el escorpión a la rana, o nuestra condición meridional, por geografía y carácter. Contaba Giustino Fortunato, el historiador italiano, que los del sur "no creemos en Dios y el que no cree en Dios no cree en el mañana; el que no cree en el mañana no planta árboles, deja que los destruyan sus cabras cuando todavía son retoños", basta observar el pedregal. En fin, esquilmado el pedregal, atlántico y ultraperiférico, emigraremos a Marte, léase Alemania.

Huelgas. Todavía los sindicatos pelean por "nuestros derechos", hasta donde haga falta, oiga. Y practican el derecho a la huelga hasta el final, hasta que no quede empresa a la que reclamar y podamos ir todos al Fogasa. Confunden el destinatario de su impotencia; debe de ser que no entienden de qué va la vida empresarial e importunan al cliente, que es quien paga los gastos, hasta que no quede ninguno. Sin clientes no hay empresa y sin ella no hay empleos. Perdida la capacidad de observar que el negocio no da para la plantilla completa, practican aquello del "ni conmigo ni sin mí" y aquí nos jodemos todos. En las cajas de ahorros defienden sus puestos pero no dirigen su ira (o su miedo) hacia el despilfarro de las prejubilaciones ni los planes de pensiones -pagados con el dinero del FROB, por cierto-, sino contra el cliente. Antes de la huelga sobraba el diez por ciento, después el veinte; la estrategia sindical multiplica los panes y los peces. Qué fácil sería escuchar, poner cabeza y minimizar el sacrificio.

Más huelgas. En lo público, ahora con el tranvía y la amenaza de parar el servicio en plenos carnavales. En el sector público hacer huelga será legal pero es vergonzoso. Entenderán que con el puesto adquieren el privilegio. Fastidian al ciudadano -que es quien pone las pelas- y presionan al político hasta que ceda. Aunque capear el temporal tiene fácil solución: aguantar con entereza, designar los servicios mínimos por imperativo económico y desempolvar el régimen disciplinario. Y luego estar atentos a la velocidad en la desconvocatoria, en su caso, y preguntar cuánto dinero nos ha costado.

Plátanos. Un negocio rentable que necesita la subvención para no desaparecer: primer oxímoron. Que desapareciera, Dios nos libre, sería una catástrofe porque el plátano sustenta el paisaje: segunda paradoja. Y así hasta el infinito. Quien lo defiende sostiene que forma parte de las reglas del juego, que así está montada la Política Agraria Común (PAC) y que estamos en Europa. Y eso me parece bien, oiga, que dure mientras dure dura y que nos aprovechemos hasta que se acabe. Las multinacionales plataneras tienen paciencia y ya estamos donde ellas querían, sin producto diferenciado (¿dónde está el plátano canario de las pintas negras?) y dependientes de la subvención; cuestión de tiempo. Mientras, el ochenta y cinco por ciento de lo verde de la cesta de la compra entra por los puertos: tremenda oportunidad en un territorio subtropical con dos millones de habitantes, léase clientes. Y la subvención de hoy, para la reconversión, si pensamos en el futuro. Cuando nos demos cuenta, no nos importará que alguien en Bruselas destine el dinero de los plátanos de Canarias a las castañas de Córcega.

En PD. Fui injusto con el alcalde Bermúdez y debo disculparme; critiqué desde estas líneas el retorno de los actos del carnaval a la plaza de España y fue solo un evento puntual. Ahora bien, lo de poner flores de temporada dos semanas antes de la fiesta... en fin, por qué no me callo.

www.pablozurita.es