NO HACE tanto, los profesionales miraban desde la empresa a los funcionarios con cierto desdén. Aunque en la función pública la retribución era mayor al entrar y no había riesgo de despido (hoy tampoco, pese a las amenazas), lo privado ofrecía la posibilidad de carrera profesional y, a medio plazo, un mejor salario y otras condiciones que compensaban el teórico -solo teórico- sobreesfuerzo en dedicación y estrés. En cierto modo, la sociedad en su conjunto reconoce, o reconocía, cierta pérdida de emociones a cambio de una sólida seguridad laboral.

He tenido la oportunidad de trabajar tanto para la administración como para la empresa y puedo afirmar, con conocimiento de causa, las enormes coincidencias, inimaginables para quien no ha cruzado esa frontera. Una u otra organización funcionan cuando tienen clara su "misión", es decir, cuando el equipo entiende, y hace suya, qué necesidad satisface a los ciudadanos o a los consumidores, según el caso. Lo esencial es conocer y compartir el "para qué" del esfuerzo colectivo. La misión suele ser evidente: la policía procura seguridad, los médicos velan por nuestra salud y el pizzero nos sorprende con una masa excelente.

Mi primera tarea como empleado público, en la otra crisis, la de 1992, fue iluminar los jardines de los enlaces de la autopista con unos focos alimentados por placas fotovoltaicas, un proyecto del Cabildo financiado con fondos europeos, por cierto. Fue un completo fracaso: las luces deslumbraban el tráfico y los aparatos instalados fueron pasto de los vándalos. Noventa millones de pesetas de la época -un millón de euros de ahora- tirados a la basura. Aquello fue una pésima idea. No es que la Administración despilfarre el dinero o que los funcionarios no trabajen. No, en realidad, tal sensación procede de las iniciativas inútiles que promueve, que no son siquiera de su competencia. Mire a su alrededor y ponga usted el ejemplo, hay miles.

Nuestro sistema capitalista-socialdemócrata, si me permite la síntesis, funciona cuando coexiste la sana ambición empresarial con unas instituciones públicas que salvaguardan las reglas del juego y prestan los servicios básicos. No hay más. En el fondo, lo público en sentido estricto es muy aburrido, da muy poco juego; exige gestores prudentes, perseverantes y estrictos. Las ideas innovadoras y los proyectos estrella, con elevada inversión y riesgo, forman parte de lo privado, incluso aquellos que pueden parecer de promoción oficial como las grandes infraestructuras. La ley de contratos del sector público va por ahí; quizás el legislador sabía de quién es el capital, la importancia de que salgan los números y la ausencia de cariño especial con el dinero, que se mueve por interés, por interés del que lo pone, claro. Redefinir y liderar esta convivencia, ese es el reto.

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