CUANDO me llegó el primer soplo sobre el Centro Internacional para la Conservación del Patrimonio y la Casa de Anchieta pensé -ingenuo que es uno- que el llamado CICOP había decidido dar un paso serio, vista la incapacidad del Ayuntamiento de La Laguna para cumplir sus propios acuerdos plenarios durante más de cuatro lustros, y se iba a unir, sumando sus fuerzas, a quienes venimos reclamando desde hace tiempo que la ciudad natal del gran humanista canario satisfaga de una vez por todas "la deuda de honor" que tiene contraída con el más esclarecido de sus hijos. Esa deuda, tantas veces recordada, consiste en dedicar la Casa, ni más ni menos, al fin para el que fue adquirida en 1989: convertirla en lugar de estudio, de difusión y de irradiación de la personalidad y la obra del gran escritor y religioso José de Anchieta. Su gesto -abundaba yo en mi cándida lucubración- le vendría al pelo para despejar cualquier duda sobre sus fines y objetivos y dejar claro que, para el CICOP, la salvaguarda del acervo cultural de los pueblos no se reduce a la conservación de piedras, papel, metales o madera, sino que se cimenta, ante todo, en la defensa, el respeto y la promoción de los valores más preciados de toda comunidad, su patrimonio humano.

Pero nuestro gozo, en un pozo. Con tanto secretismo como habilidad, el más reciente de los aspirantes a hacerse con la Casa de Anchieta -que han sido no pocos y de indudable peso político, cultural o científico algunos- se acaba de llevar el gato al agua si Anchieta, el sentido común y los laguneros no lo remedian. Y se ha hecho con ella no solo el último en alargar la mano, sino quien, como ningún otro, tenía que haberse significado en la protección del edificio y hasta, ¿por qué no también?, en adecuarlo al indicado fin. Podrá alegar el CICOP que lo ha ocupado por cesión graciosa del Ayuntamiento, lo que es cierto y no podrá extrañar si se tiene en cuenta que en dos ocasiones anteriores hubo que desbaratar otras tantas operaciones de similar calado. Pero si grave es la decisión municipal, en tanto echa por los suelos sus propios compromisos solemnes, no es menos espinosa la posición del mentado CICOP al maniobrar, sibilinamente o no, para conseguirlo, por cuanto es una entidad -repetimos- que presume de ser abanderada del patrimonio en una ciudad declarada Bien Cultural de la Humanidad y alardea además de tener en ella su sede matriz.

Me empiezo a preguntar si tampoco el CICOP tiene cabal idea de quién fue en realidad José de Anchieta, cuya personalidad dista mucho de la del pío varón que se ha venido predicando desde el púlpito por quienes se han limitado (es verdad que cada vez, por fortuna, menos) a propagar el cliché de un bendito acariciándole el lomo, arrobado, a leones o jaguares echados junto a él y lamiéndole los pies en la selva; una hagiografía a la medida de almas candorosas, leyendas para conmover corazones ingenuos, mientras se solapa su verdadera personalidad y su inmensa labor humanística y de creador. Anchieta fue, por su coraje humano, por su curiosidad intelectual y por su capacidad creadora, lo opuesto a lo que refleja esa imagen beatífica de estampa devota. Asombra asomarse a su biografía y reparar en todo lo que hizo, en cantidad y en calidad, y de forma eminente. Contemplado desde el altozano de nuestra insularidad, es el primer canario que dejó huella indeleble, fecunda y vigorosa, por donde pasó y en donde estuvo.

Ir situándolo en el lugar que le corresponde no ha sido tarea fácil, y, como se ve, está costando Dios y ayuda. Hasta hace apenas unos años, por ejemplo, ¿quién, en el campo de la literatura canaria, se hubiera atrevido a apear del primer puesto a autores que, desde tiempos atrás, venían monopolizándolo, y colocar en él a un poeta que no se sabía bien quién era y qué había escrito? Porque Anchieta tuvo que dejar su tierra cuando todavía era joven (como Galdós, como Guimerá) e inició con otros isleños de su tiempo la gran corriente migratoria que fue durante siglos una constante en la historia del archipiélago canario; ese gran fenómeno, tan nuestro, que se ha definido como la hazaña atlántica de la aculturación y del mestizaje. En la "Historia de la Literatura Canaria", de Artiles y Quintana, publicada en 1978 para llenar, se asegura en ella, un vacío total, pues hasta aquel momento -como dicen sus autores- no había "ni siquiera un esbozo" articulado de nuestro acervo literario (con el único precedente de Valbuena Prat), José de Anchieta brilla, pero ¡por su ausencia!; Joaquín Artiles (Agüimes, 1903-Las Palmas, 1992) era clérigo influyente, catedrático de Literatura, ensayista y con bibliografía activa copiosa y de calidad; Ignacio Quintana (Teror, 1909-Las Palmas, 1983), que estudió humanidades, filosofía y teología en el Seminario canariense, se dedicó al periodismo, hizo poesía, escribió libros y fue un primer espada entre los intelectuales grancanarios del franquismo. Pues eso: si ellos lo ignoraban, ¿qué se le ha podido pedir al común de las gentes? Claro que si hoy cualquier supuesto historiador de nuestra literatura olvidara u omitiera que José de Anchieta es el primer poeta de nombre conocido que nació en las Islas Canarias, lo pondrían a bajar de un burro, por ignorante e indocumentado. Quiero decir con esto que algo se ha avanzado. Pero también que es mucho lo que queda por hacer de camino.

Hitos significativos de la biografía de Anchieta aguardan a ser valorados y difundidos con eficacia. ¿Se puede seguir desconociendo a estas alturas en la propia tierra donde nació, sin que nadie se ruborice, que José de Anchieta, además de nuestro primer poeta, es el primer humanista que nació en este archipiélago, el primer dramaturgo canario, el defensor audaz y adelantado de los derechos humanos en la América emergente frente a los atropellos del invasor? ¿Cabe que continuemos subestimando su inmensa tarea de sistematizador de una de las lenguas más ricas de América, la del pueblo tupí, pues gracias a su "Gramática" continúa siendo el vehículo principal de comunicación de cientos de miles de seres humanos y objeto de estudio en las universidades del cono sur americano y, cada vez más, en las más prestigiosas de Europa? ¿Tampoco significa nada haber fundado y ser el diseñador de las dos grandes metrópolis de Brasil: Sao Paulo y Rio de Janeiro? ¿O el pionero de la botánica en el Nuevo Mundo, el hombre que posó su mirada inteligente sobre un paisaje hasta entonces desconocido y sintió la urgencia de dar a conocer, en un impagable trabajo de clasificación y descripción, las peculiaridades y la riqueza de la fauna y la flora de aquellas tierras todavía vírgenes; documento esencial en cualquier estudio posterior sobre el mundo animal y vegetal del trópico sur americano? Por ahí podríamos seguir bastante más.

A remediar este desconocimiento lamentable se encaminó desde hace más de treinta años el empeño de un reducido grupo de amigos de Anchieta, entre los que tengo el honor de contarme; una tarea que no mereció desde el principio más que alguna palabra amable enmascarando vanas promesas. En esas estábamos, a sabiendas de que era un empeño apenas rentable desde la perspectiva estrictamente política, cuando se cumplió en 2009 el 475 aniversario del nacimiento del insigne lagunero. Aprisa y corriendo, se programó un acto institucional, y una vez más se proclamó solemnemente en el salón principal del consistorio aguerense que era llegada por fin la hora de saldar "la deuda de honor" de San Cristóbal de La Laguna con el Padre Anchieta. Pero los meses han transcurrido y el débito no solo sigue pendiente de amortización, sino que acaba de entrar, para estar a la última, en una nueva crisis sistémica.

Casi acabando diciembre del indicado 2009, el Ayuntamiento celebró una sesión plenaria, entre surrealista y patética, merecedora de pasar a la historia del municipalismo, porque, a cuenta del pobre Anchieta, salió a relucir hasta Marco, el del cuento famoso del niño en busca de su madre. Si la recuerdo ahora es porque, de nuevo, en esa sesión plenaria se "garantizó" unas vez más, como cuando fue adquirida en 1989 y como había vuelto a acordarse en 2001, que la casa de la plaza del Adelantado seguía teniendo un único destinatario: José de Anchieta, y porque, a raíz de ese célebre pleno, hubo una reunión en la alcaldía, y, por iniciativa del señor alcalde, se constituyó una comisión, por él presidida, con un doble objetivo: estudiar el acondicionamiento del edificio para centro dedicado a promover el estudio y la divulgación de la personalidad y la obra de Anchieta, y proponer la fórmula jurídica más adecuada -fundación, ONG, entidad cultural, etc.- que asegurase su viabilidad y funcionalidad tanto desde el punto de vista cultural y turístico como económico.

El trabajo silencioso de algunos miembros de la comisión cristalizó este año en un proyecto de complejo cultural articulado según las más modernas técnicas museísticas, presidido por la idea de mostrar muy pedagógicamente lo que fue Anchieta en el mundo y lo que Anchieta significa para San Cristóbal de La Laguna y para Canarias. Es una propuesta bastante más económica que la de un museo convencional, pues este exigiría grandes desembolsos para que resultase atractivo al visitante, por la calidad y cantidad de materiales que en el mismo habría que reunir y exponer. Un proyecto en buena parte financiable por sí mismo y, desde luego, un proyecto que enriquecería la oferta cultural y turística de una ciudad como La Laguna, no sobrada precisamente de este tipo de instalaciones. Un proyecto que conocen los regidores municipales vinculados al tema, pendiente de discusión.

Y es en este justo momento cuando salta por sorpresa la noticia de que la Casa de Anchieta ha sido ocupada, de la noche a la mañana, por un inesperado inquilino, y, por si fuera poco, por un inquilino que se autoproclama portaestandarte de la conservación del patrimonio histórico y cultural. ¡Toma ya!

Dicen que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Al cabo de décadas de lucha por una idea por la que siempre consideramos que valía la pena esforzarnos, el final, si Anchieta y el sentido común y los laguneros no lo remedian, acabará como parece irremediable: en el olvido de siglos que se dilata sin remedio, en nada; y en la prolongación de un baldón para La Laguna. Pero antes de que el desaliento nos invada por completo, estamos dispuestos a dar la penúltima batalla, aunque nos dejemos la piel en el camino.

¿Qué opinan la ciudadanía, los laguneros que se ufanan de serlo, y cuantos aman la ciudad, la isla, las islas, sus verdaderos valores y su mejor patrimonio? ¿Es justo y políticamente conveniente, es sensato desvestir a un santo, aunque sea de forma provisional y parcial (como se quiere atenuar el desaguisado), para vestir a quien, comparativamente y dicho sea con todos los respetos, no le llega a monaguillo?