UNA DE LAS COSTUMBRES que más recuerdo de los cada vez más lejanos años del comienzo de mi adolescencia es el rito dominical del vermú: los domingos, la familia solía asistir junta a misa y, al salir, buscaba acomodo en alguna cafetería del centro, mejor si hacía tiempo de terraza, y se sentaba a tomar el vermú.

Por entonces, la expresión "tomar el vermú" era perfectamente sinónima de "tomar el aperitivo". Vermú para los mayores, algún refresco para los pequeños y, eso sí, aceitunas rellenas de anchoa a guisa de aperitivo sólido. Una combinación perfecta.

Vermú, normalmente, rojo. Había, hay, un vermú blanco, más bien dulce, muy pedido por el género femenino, que entraba solo, pero que se subía con la misma facilidad. Luego había otro vermú blanco, el seco, que era y es el utilizado para la preparación del rey de los cócteles, el dry martini.

Se solía tomar, el vermú, con ginebra. Era importante la proporción: un chorrito, y bien mezclada. Pero es que entonces en las cafeterías se disponía del mejor mezclador que ha existido: el sifón.

Vermú con ginebra. Bueno, ésa sería la base. Mi padre solía pedir una cosa llamada "media combinación" -la había dulce y seca-, en la que, además de vermú y ginebra, entraban unos golpes de aquellos brebajes coloreados y misteriosos que el barman guardaba en unas botellas de tripa redonda, especiales, los goteros. Solían ser granadina, curaçao, angostura...

Luego había un montón de cócteles en los que el vermú intervenía. No sólo testimonialmente, como en el dry martini, sino como elemento esencial. Un manhattan, por ejemplo, que lo combina con whisky americano. O un negroni, cuya fórmula reproduzco en memoria del gran cocinero y amigo que fue Santi Santamaría, adicto a este cóctel: vaso con hielo, tres partes de vermú rojo, lo mismo de Campari, cuatro de ginebra seca, se decora con una rodaja de naranja y algo de piel de limón. Un bombazo.

Ya casi nadie toma vermú. Entonces, y ahora, había muy buenos vermús nacionales, de grifo, como el notabilísimo "Yzaguirre", de Reus. En fin, me gusta, de vez en cuando, recordar aquella liturgia dominical y familiar en la que, cumplido el deber religioso-social de acudir a la misa de doce y tomarse el vermú en un lugar donde ver y ser visto, saludar y ser saludados, la familia se iba a casa, en busca de la paella dominical, contenta y hasta un poco achispada por esa bebida aperitiva que el Diccionario nos obliga a escribir "vermú", cuando lo que hemos bebido y escrito toda la vida, y nos gusta de verdad, es el "vermut".