HAY algo de instigador en esta columna semanal. El pasado 5 de mayo advertía de la necesaria actitud pacífica que debía prevalecer en la acción revolucionaria y citaba las cautelas de Lev Tolstói al respecto: "Toda violencia engendra inevitable violencia". Lamentaba entonces que no hubiera detonante capaz de prender la mecha y alentaba a votar de manera responsable como primer paso para esta sublevación improrrogable. Confieso iluso cierta satisfacción por haber contribuido en algo a inspirar el necesario camino de la revolución pacífica. Unos salieron a la calle y otros fueron a votar.

El aletargado y narcotizado españolito de a pie ha dicho basta. Y los gobiernos están perplejos, no saben qué hacer; emplean la razón para tratar de comprender qué pasa, esfuerzo inútil cuando grita el corazón. Y los políticos y los medios insisten en buscar analogías con el sistema: manifiestos, portavoces, posiciones ideológicas, propuestas programáticas. Y entonces hay incoherencia, claro, porque los revolucionarios pretenden cambiar el sistema y no saben cómo, y unos se erigen en portavoces -perfecto- y otros vociferan su pequeña aportación al movimiento -genial-. Qué más da.

-Pero ¿qué piden?

-Que las cosas cambien, señora.

-Ya, pero ¿qué proponen?

-Que se defienda el interés general, que acabe la corrupción...

-Pero no se definen.

-No, señora, es que no somos un partido político, somos gente cansada del espectáculo lamentable al que nos somete la clase política, hartos de escuchar las mismas patrañas, de siempre más de lo mismo.

Es la "Spanish revolution", porque aquí todavía no nos la creemos del todo y nos la cuentan desde fuera. Tiene que ser titular en el New York Times para descubrir de qué se trata; nos lo cuentan desde Europa admirados y se preguntan cómo es que no hubiera ocurrido antes. Damos ejemplo al mundo entero, una vez más -como ya hicimos en la Transición-, al demostrar de nuevo que una sociedad evolucionada se manifiesta de forma pacífica y es capaz de perseverar en las ideas sin usar la guillotina.

Y esta revolución española (con papas y cebolla) no se cuece solo en las calles. La revolución está en todas las conversaciones y está en internet: muchos cientos de miles de personas debaten su futuro, escuchan y argumentan, sin censura institucional. Me entenderá el que, como yo, disfruta con la observación del control que ejerce en la red la mayoría sensata que apoya las buenas ideas y castiga el oportunismo incendiario de los que pretenden aprovechar el momento para otra cosa.

Y me confieso también entusiasmado, ilusionado por vivir y participar en este momento histórico. Los que entran ahora a gobernar tendrán que escuchar al pueblo.

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