Ratatouille, pisto, caponata, samfaina, musaca, tumbet... Son platos muy representativos de las diversas cocinas mediterráneas, con ingredientes variables, pero que tienen como común denominador un fruto que pocas veces citamos cuando hablamos de la tan cacareada dieta mediterránea: la berenjena.

Es curioso, pero la berenjena forma, con el tomate y el pimiento, una especie de trilogía de la despensa vegetal mediterránea... sin que ninguna de esas tres plantas sea originaria de la cuenca del Mare Nostrum. De las tres, la de más dilatada presencia a las orillas del mar que fue tanto tiempo el centro de nuestro mundo es... la berenjena.

Es una solanácea, como la patata o el tabaco, ya ven qué cosas, y Linneo la llamó Solanum melongena. Su cultivo es muy antiguo: hay indicios que las sitúan hace cuarenta siglos en el sudeste asiático, más concretamente en el estado indio de Assam, pero también en Birmania y, cómo no, en China. Poco a poco inició su viaje hacia Occidente, con la clásica escala en Persia, desde donde los árabes la introdujeron en la España medieval.

El tomate y el pimiento, que también pertenecen a la familia de las solanáceas, llegaron en manos distintas a Europa, traídos por los españoles desde las Indias Occidentales allá por el siglo XVI. Curioso: las tres son solanáceas, las tres proceden de las Indias (la Oriental una, las Occidentales las otras dos), y las tres tienen carta de naturaleza mediterránea... o ¿son ustedes capaces de concebir la cocina mediterránea sin ellas?.

Centrémonos ahora en las berenjenas, y no precisamente en esa delicia que son los ejemplares enanos de Almagro, tan apetecibles en el aperitivo. Si viajan a Grecia o Turquía se las encontrarán en las distintas versiones de musaca; en Italia les saldrán al encuentro ya desde el antipasto, y aparecerán en guisos como la caponata siciliana o la ciambolla calabresa; en Malta llaman a eso kapunata.

También el tumbet es un clásico de la cocina balear, como la samfaina es una de las bases de la cocina catalana clásica; en la Provenza hay que comer una buena ratatouille... y en España un pisto manchego. Berenjenas. Con más cosas, pero berenjenas al fin y al cabo.

Enredando un día con estas cosas, y pensando en darles a las berenjenas, de alguna manera, una textura diferente, crujiente, atractiva, evitando al mismo tiempo que se manifestase su propensión a empaparse de aceite cuando se las fríe, nos pusimos a ello: un pastel de berenjenas, emparentado con todo lo anterior pero a nuestro estilo, cubierto de una dorada y crujiente capa de pasta.

A ello. Lavamos un par de hermosas berenjenas y las cortamos al medio. Las pusimos en la olla exprés, con apenas un dedo de agua y un punto de sal. Esperamos que el pitorro comenzase a dar vueltas y, entre tres y cuatro minutos más tarde, las retiramos.

Con una cuchara, les extrajimos la pulpa, que picamos fina. Redujimos al mismo estado un par de tomates rojos, pelados; una cebolleta, y un calabacín pequeño. A partir de aquí, el proceso clásico: sofreímos la cebolleta hasta que empezó a ponerse transparente, añadimos los tomates y, un poco después, el calabacín. Salpimentamos. Incorporamos las berenjenas y, en nuestro caso, tocino.

Tocino bien entreverado, abundante en carnes, que cocimos primero, para eliminar en seguida piel y grasa y quedarnos con esas hebras, que picamos también muy pequeñas e incorporamos al guiso con las berenjenas. Un breve calentón conjunto es suficiente.

Mientras, cocimos macarrones -pueden usar penne rigati- en agua con sal al dente, siguiendo las instrucciones del fabricante. Acabamos: extendimos una capa de vegetales en una bandeja amplia de horno, y la cubrimos con la pasta, escurrida y colocada con cuidado encima, un macarrón al lado del otro.

Así las cosas, rallamos sobre la pasta, imparcialmente, queso parmesano y queso de Gruyère -éste es divertido porque, a diferencia del otro, hace hilos- y llevamos la bandeja al horno. Gratinamos hasta que los quesos, fundidos, formaron una costra apetitosa, dorada, en la que estaban alegres hasta los macarrones, que se levantaban por sus extremos. En ese momento, sin más dilaciones, a la mesa, donde esperaba un excelente verdejo de Rueda, como podría haberlo hecho un no menos espléndido godello de Valdeorras.

La degustación, con el contraste de texturas y la combinación de sabores, que son dos conceptos distintos, no pudo resultar más satisfactoria, así que ahí la dejo expuesta a su consideración.

Ahora que lo pienso, si nos vamos a los orígenes de cada cosa, usamos ingredientes asiáticos, americanos y europeos. Todos, con siglos de permanencia y hasta diría que preeminencia en las cocinas del Mediterráneo. Como verán, esto de la globalización de la gastronomía ni es una cosa surgida ayer ni tiene por qué ser algo negativo. En estos asuntos de la buena mesa, la multiculturalidad suele funcionar muy bien.