No sÓlo los partidos políticos catalanes como Esquerra Republicana y el último incorporado al parlamento catalán, Solidaridad por la Independencia de Cataluña, con cuatro diputados de Laporta, están por la independencia de Cataluña, sino también CiU, con el extraordinario avance que ha tenido en las pasadas elecciones. Todos ellos tienen como objetivo y pretensión política ubicar a Cataluña en el sitio que le corresponde como pueblo, que no es más que configurar una nación con Estado. Sucede a veces, no obstante, que existe un cierto temor a este pronunciamiento, y que cuando lo tienen en la mano y fácil les da como cierta timoratez y eluden tras el compromiso inventado de esta o aquella cuestión, que, al final, lo que se pretende es aferrarse aún más a que los dineros no salgan de Cataluña hacia otra parte del Estado español y que regresen en mayor cuantía a sus lares. Y digo esto porque, si se suman los votos de Esquerra (10), los de Laporta (4) y los de CiU (62), se tendría mayoría absoluta en el Parlamento, lo que daría juego a poner sobre la mesa del debate la independencia de Cataluña.

¿Y por qué no es así? ¿Por qué, desde el primer momento, en las reuniones que previamente se están manteniendo con los diferentes partidos políticos, no se desarrolla esta cuestión con toda crudeza y honestidad política y se toma una decisión que dicen estar esperando tanto y tanto tiempo? Es curioso que la trampa se la hagan ellos mismos, y más aun excediendo fuera de los pronunciamientos prioritariamente catalanes, desde una visión nacionalista como era y es la Declaración de Barcelona, en la que el PNV, CiU y el Bloque Galego intentarían forzar dentro del Estado una nueva forma de entender la política. Pero vemos que cada uno tira para su territorio y, en estos momentos, quien apoya al Gobierno de Rodríguez Zapatero es el PNV y CC (o sea, cada uno a lo suyo y por su lado).

Dentro del nacionalismo existe una disparidad de criterios que, en lo teórico, parece que funcionan si los acontecimientos son propiciatorios, pero se vuelven obstinados cuando las oportunidades, que las pintan calvas, aparecen en el escenario de las políticas y son los disfraces y las componendas de aquí y de allí las que se ponen en el tajo diario.

Y es que el catalanismo no es un partido político, sino una idea nacional, y el carlismo no pretendía más que una autonomía administrativa, que la monarquía no resultaba imprescindible y, finalmente, que su catalanismo llevaría de manera irremediable hacia la independencia, y es que se ha preocupado por una persistente identificación de la comunidad nacional con una sociedad civil pacífica, pluralista y dotada de un denso tejido asociativo que ha servido desde Prat de la Riva en adelante en definir un estilo peculiar de catalanismo en contra de lo impuesto desde el tiempo de Felipe V por Castilla y el decreto de Nueva Planta, y se ha esforzado en la justificación histórica y a la reiterada negación de los compromisos que se puedan adquirir con el centralismo español-castellanizante, y, de esa manera, con una visión pluralista del Estado español, han discurrido por el mundo dentro de su historia consecuente.

Hay que pensar que el catalanismo que impregna buena parte de la sociedad catalana ante el resultado de las elecciones está en las puertas de una nueva propuesta para su nación. Si fuera así, no cabe la menor duda de que la convulsión política que se apreciaría sería de una importancia extraordinaria y daría seguramente al traste con el modelo actual de Estado, reflejado en el título VIII de la Constitución, ya anticuado e inoperativo ante la nueva circunstancia.

(Si algún día el Parlamento canario contara con 31diputados nacionalistas, se estaría en unas condiciones inmejorables para abrir un nuevo y deseado espacio en el mundo y en la historia de las Islas).