Los libros de Historia dirán que el Imperio austrohúngaro fue un estado centroeuropeo nacido en 1867 y que se disolvió en 1918, tras ser derrotado en la I Guerra Mundial, pero los amantes del cine de Luis García Berlanga sabemos que su desaparición se produjo un sábado de noviembre de 2010, con la muerte del cineasta valenciano.

La mención al Imperio austrohúngaro es una constante en las películas de Berlanga. Por supuesto, sin venir para nada a cuento; pero cada vez que se estrenaba una de sus obras, todos estábamos atentos al momento en el que surgiera esa alusión a ese estado, que no conoció prácticamente más que a un emperador, Francisco José I, sí, el de "Sissi", porque su sucesor, Carlos I, ocupó el trono sólo los dos últimos años del Imperio.

Pero para los berlanguianos, el último emperador fue, naturalmente, Luis, y nadie ha dicho jamás "Imperio Austrohúngaro" como el gran Pepe Isbert. Desde luego, las películas que harán inmortal a Berlanga están muy lejos del ambiente áulico y lujoso de la corte imperial de Viena.

Los personajes de "Esa pareja feliz", "Bienvenido Mr. Marshall", "Novio a la vista", "Calabuch", "Los jueves, milagro", "Plácido" o "El verdugo" se mueven en un ambiente bien diferente, y ni siquiera la tronada nobleza de "La escopeta nacional" y sus secuelas recuerda la que se movía por los palacios vieneses.

Por eso, no es aplicable a la filmografía de Berlanga la gran gastronomía imperial, esa que nos ha dejado majestuosas creaciones en torno a la caza mayor, pero también platos populares como toda la gama de los "gulash" o una repostería increíble con la "Sachertorte" como buque insignia.

No; nada de eso es aplicable a los personajes que encarnaron Pepe Isbert, José Luis López Vázquez, Fernando Fernán Gómez, Manolo Morán, Elvira Quintillá y tantos otros. ¡Vamos, que sus economías estaban como para faisanes a lo Príncipe Eugenio!.

Pero sí que hay un plato vienés, al menos de adopción, cuya fórmula más sencilla fue de consumo bastante generalizado en aquella España: el filete empanado, compañero inseparable de excursiones y giras campestres.

Solución de urgencia y asequible en aquellos días en que la ternera era mucho más barata que el pollo, elaborado en una versión en la que el envoltorio era, más o menos, el cincuenta por ciento de la composición del plato.

Versión pobre del "Wienerschnitzel" o escalope a la vienesa, que a su vez parece derivar de la "cotoletta a la milanese" o chuleta a la milanesa, que con el tiempo se acabó convirtiendo en un simple escalope a la milanesa, es decir, una lámina de carne de ternera ya fina de origen y, por si acaso, estirada a golpes de maza en la mesa de la cocina, envuelta en el clásico rebozado de huevo y pan rallado.

El plato, según los investigadores, es milanés de nacimiento; se aduce algún texto medieval, nada menos que del siglo XII, en el que se habla de algo parecido.

De modo que hizo el viaje de Milán a Viena, y no al revés, y todo parece indicar que lo hizo en manos de las tropas del mariscal Radetzky, conocido hoy por todo el mundo por dar nombre a la marcha de Johann Strauss (padre) que cierra, con las palmas de los espectadores, el concierto de Año Nuevo en el Musikwerein de Viena.

Radetzky sofocó la insurrección milanesa de 1848, y entre el botín de guerra parece que estaban esos filetes a la milanesa, que en Viena se convirtieron en filetes a la vienesa.

Una precisión: el mariscal Joseph Radetzky sirvió al Imperio cuando aún no se llamaba austrohúngaro, pero a nuestros efectos el dato es irrelevante.

Tuve a Luis de compañero de mesa en la cena que la Academia Española de Gastronomía ofreció a Camilo José Cela, ya hace años, y que ofició en Madrid la gallega Toñi Vicente.

Recuerdo que el plato principal consistió en lamprea preparada al modo tradicional, pero hecha digna de una mesa imperial por las artes y la elegancia de Toñi y el Barón de Chirel con el que la acompañamos.

Fue una velada muy agradable, cómo no iba a serlo, y en nuestra mesa se habló, cómo no, del Imperio austrohúngaro. De la lamprea, obviamente, también hablamos lo nuestro.

Estos días no ondeará a media asta la bandera austríaca en Viena, ni lo harán las de los otros trece estados en los que se desmembró el Imperio; pero debería ser así, a media asta, como en Guadalix de la Sierra, y con crespones negros, como las grandes capitales del Imperio austrohúngaro deberían despedir al que fue, realmente, su último emperador.

Recuérdenlo también en la mesa, la próxima vez que se vayan a comer un escalope a la milanesa o a la vienesa, se lo tiene más que merecido. Pocos han sido tan grandes como él.