HAGO un breve paréntesis en los asuntos que habitualmente abordo en esta columna dominical para ocuparme en esta ocasión de una conmovedora historia que, al conocerla, me ha estremecido hasta lo más profundo de mi ser. Y si bien en alguna ocasión he criticado y hasta denunciado la devastadora avalancha de foráneos que se nos ha venido encima -con la anuencia de España, repito-, por todo lo que ello implica no puedo ser insensible a esa tragedia humana que subyace en el drama de la emigración, primero, y de la inmigración, después. Porque, aunque parezca una obviedad, sin emigración no habría inmigración. Es como un perverso "trueque" de la "e" por la "in" de drásticas consecuencias tanto para las familias de origen, que ven cómo sus seres queridos abandonan el hogar en busca de nuevos y mejores horizontes, como para los propios emigrantes, expuestos a toda clase de penurias y calamidades y, en la mayoría de los casos, explotados laboral y/o sexualmente de forma impune.

Se trata, de una parte, de determinados países emisores que "exportan" ingentes cantidades de ilusiones, tremendas ganas de prosperar y enormes deseos de un futuro mejor que acompañan a esos contingentes de nacionales que buscan en otros lugares lo que su propia tierra les niega. Y de otra parte, los países receptores, que se ven obligados a "importar" y acoger a toda esa masa amorfa de desheredados (dicho sin ánimo peyorativo) portadora de todas esas inquietudes; y que al final terminan convirtiéndose en mano de obra barata, gracias a pseudoempresarios sin escrúpulos que les pagan salarios de miseria para que vayan tirando. ¡Esa es la verdadera y estremecedora tragedia!

¿Cómo se puede ser insensible a esa explotación que mercantiliza la desesperación y el sufrimiento humano? En mi caso, es absolutamente imposible. Máxime, conociendo personalmente a la protagonista de esta desgarradora historia: Marcela, o Marcelita como yo la llamo. Una joven colombiana de veintipocos años, de mediana estatura, cuerpo frágil aunque bien proporcionado, con suaves rasgos indígenas que le otorgan a sus facciones una dulzura que enternece y una sonrisa cautivadora; y cuyos andares rebosan feminidad, dejando entrever sus indudables encantos de mujer. Inteligente, simpática, comunicativa, sociable y muy trabajadora; y con la "lección" perfectamente aprendida, pese a su juventud.

Tuve la oportunidad de conocer a Marcelita en el restaurante-terraza Liria del Bulevar Monopol, en Las Palmas (cuyos propietarios la han ayudado y la tratan como a un familiar), adonde suelo ir frecuentemente con algunos amigos; y con la que hemos entablado una respetuosa y entrañable relación de incipiente amistad. Marcela, como tantos otros compatriotas suyos, partió un día de su Colombia natal en busca de una vida mejor, y ahí comenzó su angustioso calvario. Casada cuando todavía era adolescente, y separada después (como tantas jóvenes parejas), tiene dos niños pequeños a los que ha ido sacando adelante ella sola con ímprobos esfuerzos e innumerables sacrificios. Trabajando noche y día en dos establecimientos de restauración (el mencionado y en un VIP de 7 Palmas), sin apenas poder descansar y alimentándose malamente, lo que la ennoblece aún más.

Marcelita ha trabajado como limpiadora de oficinas, en el servicio doméstico y en otros empleos precarios; siempre buscándose la vida por su cuenta y sin descuidar por un momento la amorosa carga de sus dos niñitos. El infortunio quiso cebarse con ella, y debido a un asma crónico, patología agravada por sus deplorables condiciones de trabajo anteriores (aspirando polvo y suciedad continuamente y a merced de los traicioneros ácaros), en una ocasión se vio afectada por un grave edema pulmonar, entrando en un coma profundo que la tuvo al borde de la muerte. Después de cinco angustiosos días, y merced a la Divina Providencia o a la intercesión de la Virgen, Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Patrona de Colombia, Marcelita volvió a la vida para seguir cuidando de sus amados hijos y continuar regalándonos su encantadora sonrisa y vitalidad.

Aunque ese traumático episodio va hacer que Marcelita, como una reencarnación femenina del reconocido escritor y autor de comedias francés Cyrano de Bergerac (famoso por la prominencia de su apéndice nasal), sea de por vida, y dicho metafóricamente, con todo respeto, "una mujer a un inhalador pegada". Tal es su grado de dependencia de los corticoides y broncodilatadores, debido a su congénita enfermedad asmática. Con el agravante de que esta mujer, vitalista y emprendedora, tiene una auténtica espada de Damocles suspendida sobre su ilusionada cabeza: otra crisis asmática de la gravedad de la anterior puede ser fatal, ya que podría dejarla como un inerme vegetal o sufrir una fulminante parada cardiorrespioratoria que sería definitiva. ¡Qué horror!

Pero lo más triste de esta historia, sin quitarle un ápice de gravedad a la situación, es que en nueve años de residencia (¡de supervivencia, diría yo!) en Canarias, Marcelita sólo ha podido ir en una sola ocasión a Colombia a visitar a su familia, que, además, y debido a sus carencias económicas, tuvo que enviarle el dinero para el viaje. Con la dificultad añadida de tener que recurrir a una compatriota canguro que cuidara de sus hijos para poder viajar, viéndose obligada a pagarle el remanente que le habría sobrado del billete de avión, destinado a su estancia en Medellín, donde reside su gente.

Actualmente, Marcelita ya no ocupa una cutre habitación sin los más elementales servicios higiénicos-sanitarios. Ahora es inquilina de un pequeño pisito donde sobrevive con sus dos hijos, que ya van al colegio. Marcelita no sabe nada de Canarias, aunque vive en sus propias carnes la galopante crisis económica y el progresivo deterioro de esta tierra; y sólo conoce las experiencias que le ha tocado vivir y a las personas de su entorno laboral. Este relato es, pues, mi modesta aportación al merecido homenaje y reconocimiento que inspira la causa de esta joven valerosa, abnegada madre e incansable trabajadora. Toda una heroína anónima, desapercibida, en una sociedad egoísta, insolidaria y deshumanizada. ¡Mucha suerte, Marcelita; te deseo lo mejor para ti y tus hijos, de todo corazón! ¡¡Cuídate mucho!!

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