LAS IMÁGENES en Internet de un matrimonio de octogenarios, desahuciados de la casa sevillana en la que viven desde hace 38 años por uno de sus hijos, son capaces de abrirle las carnes a cualquiera; a cualquiera que todavía conserve un poco de dignidad humana, porque parece que la ausencia de solidaridad es la norma habitual en esta sociedad hipócrita que nos rodea. Durante estos días se ha hablado mucho de Cuba por un motivo que todos ustedes conocen. No pienso escribir ni una línea al respecto. No por miedo a la caterva de hijos de puta -sí, hijos de puta escrito con todas las letras, aunque con todo el respeto del mundo para sus madres que ninguna culpa tienen en esto- que me ponen a caer de un burro cada vez que critico el régimen del Caballero y ahora, por si fuera poco, de su hermano; un personaje que siempre ha tenido fama de ser más sanguinario que el propio dictador. Vaya por delante que a mí los hijos de puta me traen sin cuidado; los de aquí, y los de allí. El hecho de que no quiera escribir ni una línea sobre Cuba se sustenta en que ya se estará encargando la conciencia de cada uno -todos tenemos conciencia, nos guste o no- de atormentar a quien ha firmado un acuerdo sobre Justicia con los tiranos del Caribe tan sólo unos días antes de que dejasen morir de hambre a un preso político. Ni Marruecos fue capaz de llegar tan lejos en el caso de Aminatu Haidar. Y lo dejo aquí.

La mención a Cuba es tan sólo para decir que, durante una de mis estancias en La Habana, varias veces me invitó a comer en su casa una familia humilde con quien me unía una buena amistad. Sabía que no tenían ni para comer ellos mismos y que, para agasajarme, le pedían prestada comida a sus vecinos. Sin embargo, de haber rechazado sus invitaciones los habría humillado muchísimo. Al final opté por la solución que me pareció más adecuada. La víspera de mi regreso a España les dejé cien dólares medio ocultos debajo de un jarrón, de forma que los encontrasen cuando ya no pudieran devolvérmelos. Volví a aquella casa seis meses después. Como siempre, me recibieron con los brazos abiertos. Cuando ya llevaba un buen rato allí, y aprovechando un momento de descuido de los demás, la madre de aquella familia -una mujer ajada por los años y las calamidades del paraíso del proletariado- me llevó a la cocina, cogió una lata vieja en la que guardaba algunos papeles y sacó los cinco billetes de veinte dólares que había dejado "olvidados" debajo del jarrón. "Tenga, don Ricardo", me dijo sonriente. "La última vez que estuvo se le perdió este dinero, pero yo lo encontré y se lo he guardado".

Sobra decir que en la Cuba de hoy, y mucho más en la Cuba de hace diez años, se pueden paliar muchas miserias durante bastantes meses con cien dólares. Por eso aquel día supe lo que significa realmente la dignidad. O, si me apuran ustedes, lo que supone anteponer la dignidad al pan. Ya entonces tenía mucho respeto por el pueblo cubano, pero desde ese momento casi podría hablar de veneración. El mismo sentimiento, aunque en sentido inverso, que me inspira esta sociedad española y canaria que me rodea -aquí no se salva nadie- al ver a dos viejos de ochenta años -él, por añadidura, enfermo; ella llorando desconsoladamente al no comprender cómo puede hacerles eso alguien a quien trajo al mundo- sacados a la fuerza de su vivienda por la avaricia de un hijo hijoputa.