Partiendo del derecho a la presunción de inocencia, consagrado en nuestro derecho con rango fundamental en el artículo 24 de la Constitución, este implica que toda persona acusada de un delito o falta debe ser considerada inocente hasta que se demuestre su culpabilidad con arreglo a la Ley, y, otro, que la alegación de tal derecho en el proceso penal por vía de recurso de apelación obliga al Tribunal ad quem a comprobar, en primer lugar, si el juzgador de instancia ha apoyado su relato fáctico en pruebas de contenido incriminatario relativas a la existencia del hecho y a la participación del acusado en él; en segundo término, si las pruebas son válidas, es decir, si han sido obtenidas e incorporadas al juicio oral con respeto a los derechos fundamentales y con arreglo a las normas que regulan su práctica, y, por último, si la valoración realizada para llegar a las conclusiones fácticas que son la base de la condena, teniendo en cuenta el contenido probatorio de la prueba de cargo disponible, no se aparta de las reglas de la lógica, de las máximas de la experiencia y de los conocimientos científicos cuando se haya acudido a ellos y que no es, por lo tanto, irracional, inconsistente o manifiestamente errónea.

En relación con los principios de legalidad y mínima intervención que, entre otros, rigen en nuestro derecho penal, el Tribunal Supremo ha reiterado: Que en virtud del primero de dichos principios (que se dirige en especial a los Jueces y Tribunales) sólo los comportamientos que son susceptibles de integrarse en un precepto penal concreto pueden considerarse infracción de esta naturaleza, sin que sea dable incorporar a la tarea exegética ni la interpretación extensiva ni menos aún la analogía en la búsqueda del sentido y alcance de una norma penal, lo que significa que la limitación que la aplicación de este principio supone impone la exclusión de aquellas conductas que no se encuentran plenamente enmarcadas dentro de un tipo penal. Que el segundo de los indicados principios supone que la sanción penal no debe actuar cuando existe la posibilidad de utilizar otros medios o instrumentos jurídicos no penales para restablecer el orden jurídico, siendo reiterado por la jurisprudencia y la doctrina que la apelación al derecho penal como instrumento para resolver los conflictos es la última razón a la que debe acudir el legislador, que tiene que actuar, en todo momento, inspirado en el principio de intervención mínima de los instrumentos punitivos, principio que forma parte del principio de proporcionalidad o de prohibición del exceso, cuya exigencia descansa en el doble carácter que ofrece el derecho penal: como derecho fragmentario, en cuanto no se protegen todos los bienes jurídicos, sino sólo aquellos que son mas importantes para la convivencia social, limitándose, además, esta tutela a aquellas conductas que atacan de manera más intensa a aquellos bienes, y, como derecho subsidiario, que como ultima ratio, la de operar únicamente cuando el orden jurídico no puede ser preservado y restaurado eficazmente mediante otras soluciones menos drásticas que la sanción penal. Ahora bien, reducir la intervención del derecho penal, como ultima ratio, al mínimo indispensable para el control social, es un postulado razonable de política criminal que debe ser tenido en cuenta primordialmente por el legislador, pero que en la praxis judicial, aun pudiendo servir de orientación, tropieza sin remedio con las exigencias del principio de legalidad por cuanto no es al juez sino al legislador a quien incumbe decidir, mediante la fijación de los tipos y las penas, cuáles deben ser los límites de la intervención del derecho penal.

Como ha dicho el Tribunal Supremo, el principio de intervención mínima se entiende cabalmente si se le integra en un contexto de cambio social en el que se produce una tendencia a la descriminalización de ciertos actos -los llamados "delitos bagatelas" o las conductas que han dejado de recibir un significativo reproche social-, pero no en aquellos supuestos en los que, aunque sea de forma leve, se atenta contra bienes jurídicos que, como la libertad resultan especialmente valiosos y cuyo ataque sigue teniendo un singular rechazo social que corresponde al ámbito penal.

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