CON ESTA frase retórica y vacua terminó su discurso en la Cumbre de Copenhague el presidente español, Rodríguez Zapatero. No cabe duda de que es poética y sugestiva, pero nos da que pensar si el presidente ignora o no si la ha copiado de una carta que el jefe indio de los siux, Noah Sealt, en 1854 le envió al presidente de los EEUU, Franklin. Sabemos, por otra parte, lo que aconteció con los pobladores de los hoy EEUU una vez que allí llegaron los irlandeses: que fueron prácticamente exterminados, a excepción de los que se instalaron en los territorios de la reserva. Y a partir de ahí, ya se sabe, este país americano escaló el primer puesto en el poderío mundial.

La tierra no pertenece al viento; ojalá. Pertenece a los poderosos, a los EEUU y a sus colaboradores en ampliar su riqueza, como Alan Lafleyn, que es una de las mayores multinacionales con presencia en 160 países cuya marcas mercantiles son Gillette, Duracell y Tampax, entre otras. O a Bill Gates, donde el Microsoft es la productora del sistema operativo para computadoras personales más aplicado en el mundo. O a Tiberson, que desde la presidencia de Exxonmobil Corporation tiene presencia por todo el planeta como petrolera, productos químicos y fertilizantes.

Poderosos son el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la banca judía, que timonea grandes agencias de noticias que dislocan muchas veces las mismas poniéndolas en el sitio que más rentabilidad pueden producir.

La tierra pertenece a los que manejan y mueven el mundo. La tierra no se mueve por el viento, aunque sea a ráfagas de 180 kilómetros por hora. La tierra se aleja o se acerca según los designios de los poderosos, de los que inventan guerras, de los que originan crisis económicas, de los que desde sus poltronas están ajenos a las exigencias de los pueblos que se les escapan de las manos por mucha cumbre que se convoque, donde China y los EEUU son reticentes a colaborar con ese estrangulamiento de dos grados más de calentamiento que compromete la existencia del planeta.

La tierra pertenece a los dioses de la guerra a la que la usan como justificación de la paz perpetua kantiana. Los poderosos del mundo lo mueven no con las aspas de molinos de vientos, sino con la urdimbre de la malicia como referente y protagonistas de la esquilmación y saqueo.

El viento sopla, claro que sí, pero su silbido, cuando es huracanado, componente y devasta, pero en nada se parece a las violencias ocasionadas y a veces sibilinas de los que destruyen pueblos, oprimen voluntades y tienen la sumisión de otros como tarea imprescindible para demostrar su fuerza y engolamiento. Ojalá la tierra perteneciera al viento, si fuera así casi todo sería de otra manera.

El viento mueve el mar, las nubes, y su rumor hace pensar. Que es lo que le hace falta a los que, sabiéndoselas todas, están fuera de contexto, aunque nos vengan con frasecitas hechas y faltas de originalidad.