Anda este octubre, en lo que a clima se refriere, compitiendo en incoherencia al tradicional febrerillo loco; no sabe uno a qué atenerse pero, mientras el tiempo se decide a entrar en cánones otoñales, uno va buscando, como cada año, los anticipos de los mejores regalos que la estación de oro concede a los amantes de la buena mesa. Las setas, por ejemplo.

Tacaño anda el otoño en este sentido. Hay setas, sí, pero no muchas. Todo el mundo sabe que para que aparezcan tiene que llover, y luego ha de escampar y lucir el sol. Las setas, como dejó escrito Wenceslao Fernández Flórez en esa delicia que es "El bosque animado", son hijas de la lluvia. Esto de "hijas de la lluvia" es, con lo de "manjar de dioses", una magnífica definición de esta golosina predominantemente otoñal.

Claro que lo de "manjar de dioses" tiene su intríngulis. Se afirma que fue una expresión de Nerón, que explicó que debían de serlo, puesto que unas cuantas bastaron para convertir a su tío Claudio en dios. Recordemos que en esos tiempos los romanos solían deificar a sus césares, a veces en vida, más normalmente ya difuntos; cuentan que Vespasiano, que tenía un agudo sentido del humor, exclamó al sentirse morir: "¡ay! Creo que me estoy convirtiendo en dios". Nerón era menos gracioso, y se refería a que su madre, Agripina, había pasaportado al Hades a Claudio, con quien estaba casada, suministrándole unas cuantas amanitas letales (Amanita phalloides) disimuladas en un plato de amanitas sublimes, de las amanitas llamadas ''de los césares'' (Amanita caesarea).

El caso es que el otoño astronómico lleva con nosotros ya un mes, aunque el meteorológico no acabe de dar la cara. Uno esperaba y esperaba, pero se moría de ganas de inaugurar oficialmente el otoño, ceremonia que suele consistir en disfrutar de un buen plato de alguna de sus setas favoritas.

Así que nos trasladamos a nuestro coto de setas favorito, que no está en el monte -el monte se lo dejamos a los expertos- sino en la muy madrileña calle de Ayala y es conocido como ''Frutas Vázquez'', aunque no falte quien, con bastante ironía, le llame ''Joyas Vázquez''. Había boletos (Boletus edulis), oronjas (Amanita caesarea), níscalos (Lactarius deliciosus)... y unas setas de cardo (Pleurotus eryngii) que estaban pidiendo que me las llevase conmigo.

Me encantan las setas de cardo. Durante muchos años, si en Castilla la Vieja se decía "setas", la gente traducía automáticamente por "setas de cardo". Conviene advertir de que hay quien llama así a otro pleuroto, generalmente cultivado, que no tiene nada que ver con los cardos, que suele aparecer a traición en las parrilladas de verduras y que, gastronómicamente hablando, está a muchos años luz de su primo silvestre.

Bien, volvamos a lo nuestro. Tenían un aspecto perfecto: sanísimas, limpias, de un tamaño ni grande ni demasiado pequeño, todas prácticamente iguales. Estaban a 50 euros el kilo, pero a nosotros nos bastó con un cuarto de kilo para darnos un homenaje y declarar inaugurado, como decimos, el otoño en la mesa. Así que nos fuimos a casa con nuestro botín, y en ella procedimos. Un repaso a las setas, para certificar que están libres de la menor arenilla, y a la sartén.

En esa sartén había un poco de un excelente aceite virgen, ligeramente perfumado con ajo y un puntito de guindilla; el ajo y la guindilla, usados con sabiduría y parsimonia, se llevan muy bien con las setas. También ''cayó'' en la sartén medio palito de canela; verán, las setas de cardo tienen un leve punto acanelado, y nosotros lo único que hicimos fue subrayarlo. En cocina, como en belleza, no es delito destacar lo bueno y disimular lo no tan bueno; la cocina consiste, entre otras cosas, precisamente en eso.

Las setas se hicieron lo justo para eliminar gran parte de su agua y dejarlas en su textura ideal, ni babosas ni duras. Se coronó el conjunto con una yema de huevo escalfado, y se completó el panorama con un magnífico albariño de los de nuevo cuño, de los que se pasan dos años esperando en depósito de acero: el ''Pe Redondo 2005'' de Martín Códax. Dos de los mejores frutos del otoño sobre la mesa. Como verán, la inauguración -más bien un preestreno- no pudo ser más solemne... ni más festiva.

Ahora, a esperar la culminación gastronómica del otoño: ya se ha abierto la veda, y poco a poco irán apareciendo los dones de Diana la cazadora. Cómo no va a merecerse homenajes y reconocimientos una estación que pinta el campo de colores y que nos regala maravillas como las setas, la caza y el vino. Y pensar que hay gente a la que le molesta que se les catalogue como ''otoñales''... Qué más quisiéramos que ser pródigos como el otoño.