Me sacan de quicio los tontos de baba, los catetos que presumen de tener un paladar exigente y entender de vinos. Los que acuden a un restaurante y piden un Rioja o un Ribera del Duero estando en Canarias para, con expresión de entendidos, ponerse a olfatear la copa y a paladear con chasquido incluido, terminando, en la mayoría de los casos, consumiendo el vino de la casa que, según sus papilas gustativas y receptores olfativos, "tiene un arrastre, pero se puede beber". Un vino que tal vez a esta altura del año tenga mucho de origen peninsular, pero allá cada cual con su conciencia y negocio.

No soy chovinista. Ni quiero ser ni me interesa. No voy de defensora acérrima de los productos patrios en el sentido de que son únicos e insuperables, pero cada vez protejo más nuestra identidad, nuestro sello, el "hecho en Canarias", por lo que me fastidia que teniendo buenos vinos en el Archipiélago, los mismos canarios no les hagamos caso y vayamos de enterados para caer en la trampa de que nos den falso por verdadero. No me malinterpreten. Admiro la cultura del vino. He disfrutado, por ejemplo, con Peter Sisseck en su bodega del Dominio de Pingus, en la Ribera del Duero, probando sus añadas de tinto de 2004 y de 2006, los más valorados, envejecidos durante dieciocho meses en las barricas de roble francés que usa una sola vez. Unos vinos de aroma elegante y excelente expresión frutal en nariz, una elegancia que se repite en boca; potentes, grasos, complejos, de taninos sedosos, abundantes y de gran largura. Unos vinos que están considerados de los mejores del mundo, que tienen una producción muy limitada y un precio inalcanzable para los bolsillos en crisis, pero que no dejan de ser vino, y bebido en la bodega de Peter, con Costa y Jerónimo Negrín sabe más por la buena compañía que por los premios, calificaciones internacionales o costo en mercado de la botella.

Hablamos de un vino de diseño, manejado por los mejores enólogos, hecho según las exigencias del mercado en cuanto a color, textura y sabor; de un producto casi artificial que ha perdido la memoria del entorno; y es que el vino se ha convertido en un gran negocio al elaborarse de manera industrial, a años luz de esos caldos tratados de una forma tradicional hasta que alumbran ese néctar de personalidad definida y siempre distinta, que es la suma del fruto que pare la tierra, del momento en el que se vendimia, del tipo de barrica que se utiliza, del proceso de fermentación y del baile de coincidencias que le aportan los matices diferenciadores. Hablamos de vinos impredecibles, imperfectos, pero con aroma a familia, capaces de dibujar el paisaje de donde proceden y la secuencia climatológica que les ha regalado la luz y el agua necesarias.

No cabe duda de que el vino a cada uno le sabe distinto, y dependiendo del momento y la compañía variará la percepción que tengamos de él. Hay que beberlo, de ser posible, en su lugar de origen, acompañado de la gastronomía local propia de la estación del año y a una temperatura justa. Disfrutando con todos los sentidos de sus matices, haciendo poesía con sus aromas, emulando a Shakespeare que quedó tan embriagado de los vinos de Canarias como para citarlos en sus obras: "Las alegres comadres de Windsor"; en "Enrique IV" y en "Ricardo III", donde el duque de Clarence es ahogado en malvasía por orden del Rey. El cateto esto ni lo sabe, ni le importa, lo que cuenta es el precio de la botella y ver si los de al lado se han enterado de lo que ha pedido, aunque luego haga añicos la cultura vitivinícola añadiendo refresco a su copa con la excusa de tener que conducir. Y es que este "enterado" generalmente no sabe degustar, se limita a tragar, a comparar, a criticar, a presumir de poder adquisitivo y a denostar los caldos de Canarias, que tienen, afortunadamente y de momento, una personalidad propia.

Al cateto yo lo invitaba a cavar la viña, a podarla, a limpiar los troncos, a deshojar, a despuntar y a sulfatar; a medir el grado de maduración, a preparar la bodega, a cortar la uva, a limpiarla, a despalillarla y someterla al proceso de estrujarla; a cuidar el mosto, remontarlo, trasegarlo, pesarlo y mimarlo; a todo el trabajo y ceremonial que conlleva poner un vino en botella, para que luego este tonto de baba que se las da de entendido hable de "arrastre y poco color", comparando las aristas del vino "hecho en Canarias" con un producto de diseño de los que abundan en las grandes Denominaciones de Origen peninsulares. El tiempo en el que los caldos que se hacían en nuestras bodegas, como decían los mayores, "se picaba o se viraba", pasó a la historia, y hoy en Canarias se puede presumir de tener inmejorables vinos, con personalidad propia, con el acento de unos terrenos de origen volcánico y la benignidad del clima que le otorgan una graduación moderada y un perfil único, tanto que aunque procedan en origen de las mismas varietales siempre tendrán estos elementos diferenciadores.

Para arrastre, la mala baba de esos "entendidos" que consumen en Canarias, con la que está cayendo, vinos de importación. En cuanto al asunto del "color" es cuestión de añadirle taninos artificiales, dejar el mosto más tiempo en curtimiento o recurrir a las mezclas con vinos peninsulares, lo que sea, para que estos señoritos que se deleitan más por la vista que por el paladar, más por el nombre y el precio que por las señas de identidad, manifiesten de viva voz y tras culminar su puesta en escena de entendidos, olfateando primero y chasqueando la lengua después, un "se puede beber". En resumen, estamos ante un ignorante al que se le puede dar gato por liebre.