TENÍA PENSADO escribir sobre otro tema, pero la actualidad lo ha desplazado para una próxima ocasión.

Richard Strauss, con la colaboración en el texto de Oscar Wilde, escribió y estrenó esta ópera en 1902. Musicalmente es casi sinfónica, aunque esté escenificada y cantada. La protagonista está presente en la escena prácticamente toda la representación, casi una hora y cincuenta minutos. Es una heroína malvada, atractiva y sensual que mantiene en vilo al espectador. Te atrapa en una incómoda butaca, la música te envuelve y la tragedia que se vive en la escena es sobrecogedora. La representación del pasado sábado 19 puede catalogarse como una de las más completas apreciadas en los últimos años en el Festival de Ópera de Tenerife. Ha sido, sinceramente, una versión magnífica.

El montaje moderno del director, escenógrafo y figurinista Pier Luigi Pizzi es totalmente actual para ser de hace 26 años. Preside el escenario una gran cúpula plateada con un agujero en el centro, inclinada levemente y rodeada de un gran anillo planetario negro, como una especie de circo por el que caminan con dificultad los personajes. El resto de la escenografía son unas gradas oscuras que rodean el platillo volante y desde donde se introduce el resto de los protagonistas. Una gran bola plateada que representa la luna cuelga desde la tramoya. Simple, pero efectiva para el deambular continuo del personaje central y figura indiscutible de la representación. El vestuario era extraño, pero acorde al montaje. En la parte musical, la obra fue magníficamente ejecutada por la Orquesta Sinfónica, cuyo director, Oleg Caetani, estuvo correcto y seguro para dirigir el extraordinario plantel de artistas.

Nicola Beller Carbone interpretó a una Salomé de aspecto frágil inicialmente, pero sexual y malvada en la realidad. Actúa, canta y baila siempre descalza en un escenario incómodo, pero con enorme destreza. Su voz es cálida, arrebatadora, con pianos largos y hermosos, incluso algunas veces con violencia, pero con una enorme sensibilidad. Buen fraseo, a pesar de las dificultades del idioma alemán, potencia y mucha seguridad. Una cantante que convenció y que mereció las grandes ovaciones de la noche.

En una función tan redonda es difícil poner calificativos a cada uno de los cantantes, ya que nadie estuvo fuera de lugar, todos cumplieron con su difícil cometido. Vimos también a un convincente Herodes en la voz de Román Sadnik, una gran Herodías interpretada por Graciela Araya, una gran voz y personalidad del Jochaánan (Juan el Bautista) de Egils Silins, y aunque corto, un buen Narraboth de Ferdinand von Bothmer. El resto del reparto, y no por ello menos importante, cumplió perfectamente con su trabajo. Entre las féminas estaban Margarita Gritskova y Eduvigis Sánchez; y entre los masculinos reconocí a viejos conocidos del Festival de Zarzuela, los hermanos Moncloa, Marco y Lorenzo, Alberto Arrabal y Ángel Rodríguez. También participaron Santiago Sánchez Jericó, Jordi Casanova, Francisco Santiago, Jaime Esteban, Pablo Rossi y el incombustible Jeroboam Tejera.

Me gustó la sencilla coreografía de Marco Berriel, cuya famosa danza de los siete velos tuvo una brillante ejecución sobre el dificilísimo escenario, aunque fuera reducida a un solo pero enorme velo blanco.

Debo felicitar al director del Festival, Giancarlo del Mónaco, porque con este tipo de representaciones se hace afición. El Auditorio estaba lleno para una función de las que hacen época, con un público entregado que disfrutó y aplaudió con largas y cálidas ovaciones. Auguro un gran Festival.