PROLIFERAN en estos días de crisis el número de personas que ponen sus ojos en un empleo público. En España todos quieren ser funcionarios por simples razones: casi todos trabajan sólo de ocho a tres, no curran durante los fines de semana, puentes y acueductos, no son despedidos por quiebra o catástrofe similar, nadie les dice nada si en vez de consumir media hora para desayunar se lo toman con calma y reponen fuerzas en hora y media, el control de la productividad es un insulto a la dignidad personal y constituye un caso claro de acoso laboral, etcétera; en definitiva, una bicoca absoluta. De ahí que las academias encargadas de preparar al personal para las oposiciones estén haciendo su agosto mucho antes de que llegue el mes de los días caniculares. Hasta aquí todo perfecto.

El "pero" está en que el sueldo de los funcionarios no cae del cielo como el maná que alimentaba a los hijos de Israel. El sueldo de los funcionarios sale de los bolsillos de quienes no lo son. Esas son las únicas cuentas que valen. Es de memos argumentar que los empleados públicos también pagan impuestos. Bueno fuera que no lo hicieran.

España tiene alrededor de dos millones y medio de empleados públicos, lo que equivale a uno por cada 18 habitantes. ¿Pocos o muchos? Vamos a las odiosas comparaciones. En Francia hay un funcionario por cada 12 habitantes, mientras que en Alemania existe uno por cada 23 si se tienen en cuenta los empleados municipales. Lo malo, empero no es que tengamos más o menos que nuestros vecinos europeos, sino la constante tendencia al alza. Una de las primeras medidas que adoptó el primer Gobierno de Aznar, poco después de que el PP ganase las elecciones en 1996, fue limitar la creación de empleo público. Para ello estableció que sólo se podía reponer una de cada cuatro bajas entre los empleados públicos. A pesar de ello, su número se incrementó de 2,2 millones en 1998 a 2,4 millones en 2004. El actual Gobierno socialista ha eliminado estos límites a la contratación de empleados públicos, si bien de momento ésta no se ha disparado.

La situación de Canarias no es la más escandalosa entre todas las comunidades autónomas españolas. Según un amplio reportaje al respecto, publicado por el diario catalán Avui, el 15,93 por ciento de la población asalariada de las Islas trabaja para alguna administración pública. Un porcentaje similar al de Madrid (15,73 por ciento) o Murcia (15,28), por encima de Cataluña, Valencia o Baleares, y por debajo de Andalucía o Extremadura, región esta última donde más de 28 de cada cien personas empleadas cobra un sueldo público.

Pocos o muchos, desde que empezó 2009 se ha incrementado en un 40 por ciento el número de opositores a cualquier puesto de funcionario, aunque estos aspirantes lo tienen difícil a la hora de conseguir el chollo para toda la vida. Este año el Estado ha sacado a concurso un 43 por ciento menos de plazas que en 2008.

Una situación penosa se mire como se mire. No porque esos sueldos, como digo, deban salir de los salarios de particulares y de empresas privadas, sino porque causa desolación que un país que se anuncia como la octava potencia de mundo no sea capaz de ofrecer a sus nuevas generaciones nada más que el viejo empleo de chupatintas.