Hace semanas que no llega ningún cayuco a las costas canarias y todas las estadísticas reflejan importantes caídas de las cifras que arroja la inmigración ilegal hacia el Archipiélago, como el número de personas acogidas, adultas y menores de edad, y hasta el de fallecidos en la travesía. Los medios dispuestos por la Administración para controlar la llegada de embarcaciones no ha variado en los últimos meses: el SIVE, su funcionamiento real, sigue siendo un enigma, y del Frontex nada se sabe, así que tal vez esté en uno de esos períodos vacacionales que sus responsables anunciaron al principio de su creación. En cuanto a la colaboración de los países ribereños, intentando evitar la salida de embarcaciones hacia las Islas, tampoco ha mejorado respecto a la situación del año pasado. Y, sin embargo, la inmigración irregular ha bajado drásticamente. ¿Cuál es la explicación, entonces?

Está claro que sólo se puede atribuir a la grave crisis económica que atraviesa Canarias, peor incluso que la del resto de España. El paro desbocado que pone en la calle a diario a cientos de personas, muchas de ellas, inmigrantes, tanto regulares como irregulares, ha actuado como el mayor factor de disuasión para aquellos que, ahí enfrente, en África, estaban pensando jugarse la vida en busca de un futuro mejor. Así que ni vigilancia ni leyes de extranjería ni efectos llamada. La avalancha migratoria se ha detenido por sí misma por la lógica más simple: si no hay expectativas de trabajar, no merece la pena la aventura. Porque igual que ha funcionado durante años la comunicación entre los inmigrantes de aquí y sus allegados en los países de origen, contándoles que, si venían, tenían oportunidades para salir de la miseria, también lo ha hecho ahora para advertirles de que toda aquella euforia se acabó, y que ahora los naturales del país estaban aceptando los peores trabajos, que antes les dejaban a ellos.

Que no se cuelguen medallas los políticos; que no intenten ahora atribuirse éxitos ficticios en la lucha contra las mafias de la emigración; que no presenten el descenso como el fruto de un trabajo concienzudo, porque la razón es bien sencilla: si no hay trabajo, no hay aliciente para el africano. Así de simple y así de terrible, porque con esa situación pierden también los canarios. Vistas así las cosas, se puede dar la paradoja de que alguien llegue a desear la vuelta de los cayucos; no porque necesite a sus ocupantes, sino porque eso será el síntoma de que todo vuelve a la normalidad.