En muchas ciudades los recorridos turísticos se organizan siguiendo la figura de algún personaje célebre. Tratando de buscar su sello en la calle. Esta relación se torna simbiótica: el uno es difícil de explicar sin el otro.

La Habana tiene una hermandad con Ernest Hemingway, sobre todo con sus bares.

El famoso cartel que reza: "My mojito in La Bodeguita, my daiquiri in El Floridita" no es un mito, es real y de puño y letra del escritor. Pero para comprobar estas verdades hay que lanzarse a las calles.

Primera parada: la Bodeguita del Medio. Está en pleno centro de La Habana vieja. Imposible no llegar, todo el mundo sabe de qué estamos hablando. El local es pequeño y repleto de turistas sacando fotos como chinos.

Detrás de la barra, el maestro Domingo prepara mojitos como si el mundo se fuese a terminar. Miles. La barra está atiborrada de vasos que desprenden el aroma de la hierbabuena. Menea la botella de Havana de una punta a la otra llenándolos. Me acerco a él y, entre el bullicio de los turistas y los cantantes de boleros, le pregunto cuántos, más o menos, sirve por mañana. "Alrededor de trescientos, pero depende del día". Me cuenta la receta secreta, aunque las medidas son a ojo.

Me pone uno; en España y muchos sitios creemos que es un cockatil muy dulce, pues parece que estamos equivocados. Vale la pena pasar y probarlo, ya que el ambiente es único. El precio es algo caro, pero uno paga la experiencia. Cuando nos estamos yendo, le digo: "Domingo, usted debe ser uno de los hombres más fotografiados de la isla". Me mira y sonríe para la instantánea.

De ahí camino hasta El Floridita, son un par de cuadras. El bar es mucho más llamativo y lujoso, está intacto, lo cual es una rareza en la isla. El busto de Hemingway nos observa desde una punta; es curioso, porque podría jurar que se ríe. El desfile de nacionalidades que se acercan para inmortalizar ese encuentro es interminable. Aquí no hay elección: Daiquiri de limón. Por lo menos, unas cuatro licuadoras funcionan sin parar, la línea interminable de copas de Martini espera ansiosa.

Miras al camarero y le dices: dos; ni siquiera te preguntan de qué bebida. La atención es bastante impersonal, aunque por las caras de los bar-tenders intuyo que están hartos de tanto "guiri". Los Daiquiris valen cada céntimo.

Cada media hora, el bar se renueva de distintas caras anglosajonas arrebatadas por el sol cubano y nuevos boleros. Y yo, sentada en la barra del Floridita, pienso que definitivamente Ernest se está riendo de todos nosotros.

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Rosario Díaz Araujo