La playa de La Bombilla, situada entre los municipios de Tazacorte y Los Llanos de Aridane, no es sólo un grupo de casetas de veraneo apiñadas en torno al mar. Al llegar, uno puede ver edificios de tres plantas, apartamentos en alquiler, calles numeradas, señales de tráfico y hasta tres negocios. En definitiva, un pueblecito costero con vida propia destinado a quedar convertido en escombros tras la aplicación de la Ley de Costas, que pretende recuperar eso que todos conocen como "dominio público marítimo-terrestre".

Los vecinos de La Bombilla llevan varios años recibiendo avisos desde el Ministerio de Medio Ambiente en los que se les notifica que sus casas son ilegales, ya que ocupan para uso privado un espacio público, y que deben recoger sus enseres personales antes de que actúe la maquinaria de la Dirección General de Costas.

Aunque la mayor parte de las más de 100 casetas de la zona son refugios para pescadores y segundas residencias de verano, para unas 30 familias, la determinación de Costas supondría quedarse sin su única vivienda. Es el caso de José Agustín San Luis Pérez. A sus 32 años, no conoce otro lugar donde vivir. Él y sus cinco hermanos nacieron en La Bombilla poco después de que, unos 40 años atrás, sus padres decidieran mudarse a la costa para vivir de la explotación del mar. Cuenta cómo, aunque ahora su familia sólo se dedique a la pesca por afición, las raíces marineras les mantienen a todos muy ligados a ese entorno.

Al contemplar su casa, de dos alturas, José Agustín comenta que al principio se trataba de una caseta humilde con una simple plancha y que, al aumentar los miembros de la familia, llevaron a cabo las obras que les permitieron ampliar el espacio. "Antes no había ni Ley de Costas ni nada; ahora, por hacer cualquier obra, aunque sea pequeña, te multan", dice mientras señala un cuarto que construyó frente a su hogar para guardar los utensilios de la pesca y por el que, argumenta, fue sancionado.

José Agustín San Luis asegura que hasta hace unos cinco años los vecinos de La Bombilla pagaban religiosamente su contribución al ayuntamiento mientras que, en la actualidad, "el consistorio, no entiendo por qué, pero no nos recoge el dinero".

Mucho han cambiado las cosas en los 32 años que San Luis lleva viviendo en la zona, especialmente en los últimos cinco, en los que los vecinos han sido testigos de cómo derrumbaban las casetas de la zona de la playa de Los Guirres, en Tazacorte, y algunas más de la costa de Fuencaliente.

"Cada día estamos con la angustia de que el día menos pensado..." dice José Agustín sin querer terminar la frase. Aunque, como alternativas a lo inevitable, asegura que han dejado el conflicto en manos de un abogado que costean entre todos los afectados. "Estamos a la espera y acataremos lo que se decida, pero supongo que alguna solución habrá", afirma esperanzado.

Según comenta San Luis, la mejor propuesta para las familias que no tienen otra residencia donde alojarse sería adquirir un terreno en la misma zona, pero retirado del umbral de dominio público, y reproducir el mismo esquema de casas siguiendo una planificación sin alejarse demasiado de lo que ahora es su barrio. "Lo que no entiendo -dice José Agustín en su faceta más reivindicativa- es que nadie nos advirtiera de que aquí no se podía construir; si lo hubieran hecho, no habríamos invertido el tiempo de toda una vida en esta playa".

José reconoce que no se adaptaría a vivir en una ciudad. Quiere ver cómo crecen en La Bombilla sus familiares educados bajo los mismos valores que él recibió. "Aquí nos conocemos todos, somos una gran familia; no hay drogas ni violencia", dice este empleado de la hostelería. Más allá de perder un techo, se lamenta porque perderá su entorno, sus recuerdos y, en definitiva, su identidad.

Teme que le suceda lo mismo que a quienes vivían en Cho Vito, en Tenerife. Mientras habla de lo que ve como un futuro incierto, su mirada se pierde. Mira al mar, a las barcas de enfrente, al quiosco de debajo de su casa donde cada día toma su café, a la vivienda de su vecino, al anciano que toma el sol en el muro de la calle y, armándose de valor para no llorar, coge en brazos a su sobrino de dos años que aparece sonriendo tras la puerta de su casa con ese brillo de alegría e inocencia que tienen los niños. Él es, sin duda, el mejor motivo para seguir luchando.