1.- Cantan los gallos, durante la madrugada de fiebre, en las profundidades del Valle, contagiando su canto a otros gallos más lejanos. La algarabía del amanecer me transporta inexorablemente a mi juventud. Los gallos siempre me acompañaron en mis insomnios académicos y en mis dos fugas de la Casa de Ejercicios, una por cada vez que los curas me atemorizaron con infiernos y demonios. Resulta que yo había ido allí a escuchar cómo era la vida y de lo que me hablaron fue de la muerte. Recuerdo, en esas fugas, camino del coche pirata que me llevaría a mi casa, la imagen de Santa Cruz al amanecer, los gallos que cantaban en los solares vacíos y las mangueras de los barrenderos que aligeraban de hojas de laurel las losetas de las aceras. La ciudad se desplegaba bajo mis pies, exactamente a mi paso, atemperado su esfuerzo por la lluviecilla benefactora de la madrugada. Los gallos, pues, han sido mis animales de compañía y ahora los escucho, desde mis fiebres y mis pensamientos más inverosímiles.

2.- Yo no quiero ser gallo de mi gallinero, yo no quiero ser nada ya, pero sí escuchar el cantar contagioso de la legión de giros reales desplegados por los rincones del platanar. Mi padre me llevaba a ver cómo se peleaban los gallos en los cutres teatros de ese Norte. Los sorteos con barajas. Las apuestas. El ímpetu de los soltadores. Los gritos de los entusiastas. La exhibición redonda de los animalitos en aquel ring verde, con manchas de sangre. Cuántas veces salí de aquellos combates con mi camisa salpicada y con una enorme pena en el alma. Mi padre lo entendió. Un día me dijo: "A ti los gallos no te gustan, ¿verdad?". "Me gustan vivos, papá", le respondí. Y nunca más volvimos a las peleas, ni él, ni yo.

3.- Amanece en el Valle y la capa de calima resta belleza a lo que me rodea. El canto de los gallos traspasa la fina cortina africana, igual que el sonido de un disco trasciende la tela del altavoz. Una vez me regalaron un gallo en Écija. Tenía en su currículo no sé cuántas peleas. Lo tuve un par se semanas atado por una pata, bien alimentado, en la terraza del colegio mayor de Sevilla. Me lo traje a Tenerife en avión, lo mandé a la finca de mi abuelo y me convertí, casi sin quererlo, en casteador. Aquel gallo nunca peleó más, pero su porte indiscutible, su chulería y su mirada inteligente dicen que obraron prodigios en su descendencia. Ahora, en mi amanecer de tiritona, lo recuerdo todo como si hubiera ocurrido ayer.