El jueves pasado tuve ocasión de asistir a la presentación de un nuevo libro, en esta ocasión bajo su dirección como editor del bien conocido historiador tinerfeño del CSIC Agustín Guimerá Ravina y agrupando un conjunto de una docena larga de historiadores que han desarrollado un tema tan interesante como "Guerra naval en la revolución y el imperio: bloqueos y operaciones anfibias, 1793-1815", que acogían aquellas designadas como bloqueos móviles y hasta el periodo napoleónico, seguida con verdadero interés por la amplia concurrencia que llenaba el salón de conferencias del Ateneo madrileño en la calle del Prado. Siempre voy con ilusión y curiosidad a cuanto acto allí se celebra y se me invita, porque, entre otras cosas, me recuerda que unos 68 años antes, en 1941, fui por primera vez a esa céntrica calle, a la Pensión Amiano, en el nº 10 de la misma, pisos 2º y 3º, la mejor que tuve nunca en mi primera estancia madrileña de nueve años. No conocía a nadie, sólo que había sido recomendado y hecha reserva a mi nombre por parte de un alumno del último curso de la Escuela de Ingenieros de Caminos, a la que yo también pensaba aspirar y a cuyo ingreso me estaba preparando, que entonces había que acceder a los estudios correspondientes mediante oposición, en la que se tardaba de 3 a 4 años, aunque siempre hay monstruos que lo hacen en dos y hasta en uno. Casos he conocido. Quien me había recomendado deberá ser hoy y desde decenios catedrático emérito de Análisis Matemático III de la entonces Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Central de Madrid, así como también de la Escuela de Caminos. Un gran individuo este amigo y compañero y un gran estudioso. En el año en que convivimos, el último de sus estudios interrumpidos por nuestra guerra civil, se llegaba a la hora que fuera a la pensión después de ir al cine de la noche, al pasar por delante de su puerta se veía la luz encendida a través de las rendijas de la puerta. Cuándo dormía ese hombre, Alberto Dou, natural de Olot, Gerona, siempre fue un misterio para nosotros. Y no es que sólo estudiase, ni mucho menos, ya que era miembro muy activo del equipo de hockey sobre hierba de la Escuela de Caminos, sino que los fines de semana en invierno se iba a esquiar a la sierra madrileña y además era el único de la pensión que tenía un "smoking". Lo que se dice un tipo completo, siempre dispuesto a aclararnos cualquier duda que tuviésemos de algún tema de matemáticas. Por ello, fue tremenda la sorpresa que tuvimos cuando iniciamos el curso siguiente en la pensión al decirnos el hijo del dueño que llevaba el día a día de la misma, que Alberto se había metido a cura, concretamente había ingresado en la Compañía de Jesús, donde me imagino que continúa, si es que vive. La última vez que lo vi, más bien de lejos, fue en el funeral que él ofició hace ya casi treinta años con motivo del fallecimiento de su compañero de curso y mentor mío para alojarme en la pensión Amiano, José Torán. Pero Alberto no fue el único estudiante de ingeniería que había en la pensión, ni tampoco el único cura que por ella pasó, ya que respecto al sacerdocio vivía con nosotros el capellán de unas monjas de clausura, Padres Capuchinos, de la calle Cervantes, paralela a la nuestra, lo que daba al comedor al menos un aire indudable de respetabilidad. Y en cuanto a estudiantes de ingeniería, había otro compañero de curso suyo que recuerdo que era de Zaragoza, que la tenía cogida, al parecer, con un profesor de Proyectos de la Escuela del que decía cada dos por tres: "Becerril -este era el nombre de un afamado ingeniero de entonces- es un eufórico", él sabría por qué, que nunca nos lo explicó.

Pero la mayoría de los residentes en la pensión éramos estudiantes u opositores, es decir, jovencitos o bien personas ya formadas que habían hecho la guerra y estaban opositando. Cuando yo llegué a Amiano, el primero de una serie de tinerfeños que acudirían al socaire de un paisano allí asentado, ya había dos canarios, de Las Palmas, y que estudiaban el último curso de Medicina. Uno de ellos era Gregorio León y el otro Agustín Bosch Millares, con quienes no tuve yo, ni los que luego se unieron a mí, amistad alguna, sólo saludarnos. Agustín era ya entonces novio de Matilde Benítez Ayala, y dos hermanos de ella, Cecilio y Cristóbal, ambos fallecidos prematuramente, fueron amigos míos. Especialmente Cirilo, ingeniero de caminos, con quien coincidí también en la Facultad de Ciencias Exactas, donde cursamos como libres, aunque yo nunca terminé a pesar del interés que decenas de años después puso mi compañero de bachillerato y catedrático de Matemáticas en La Laguna Názere Hayek Kalil. Y también tuvimos un compañero, licenciado en Filosofía y Letras, que era de Las Palmas y que formaba parte de la pandilla nuestra de estudiantes de Tenerife. Creo que había venido a opositar en algo, pero no me acuerdo en qué, así como tampoco me acuerdo de su nombre. Sólo Manrique, lo que imagino que sería apellido. En alguna ocasión he hecho alguna pregunta al respecto a alguien que vive por allá enfrente, pero el simple hecho de que han pasado ya casi 70 años borra cualquier posible rastro, pero queda firme su recuerdo, especialmente porque en aquella época éramos los jóvenes muy píos y solíamos reunirnos en el cuarto de alguien por las noches a rezar el rosario antes de ir a la cama y él solía ser quien lo llevaba. Y también tuvimos a otro compañero, aunque por muy poco tiempo, también de Las Palmas, que era hijo del dueño de la fábrica de cerveza que al final terminó siendo adquirida por CCC, que se hizo ingeniero industrial y heredó el negocio de su padre.

Pero, naturalmente, al calor de mi residencia en la calle del Prado vivieron también otros estudiantes de Ingeniería de la tierra, como fueron primero Eloy Sansón Cabrera, primo segundo mío, y luego Carlitos Díaz López, hijo de don Maximiliano Díaz Navarro y hermano de Luisa, que fue compañera mía de Bachillerato, junto con Florida Díez, entre otras muchachas de mi tiempo. Eloy terminó siendo ingeniero de minas como yo, mientras que Carlos se inclinó por la Ingeniería Industrial (donde lo acompañó otro amigo de entonces, aunque no residente, Pepote Doreste) y fue el único de los tres que pasó toda su vida profesional en Tenerife, donde Eloy estuvo temporalmente y donde yo nunca ejercí, seguro que equivocadamente. Claro que había otros estudiantes, también de Ingeniería, como un zaragozano de apellidos Herrera Catalina y nombre Joaquín, que estudiaba para ingeniero agrónomo, aún en fase de ingreso como nosotros, o de Arquitectura, como Manolo, creo que Moreno, ya ingresado, y Emilio Larrodera, todos ellos también zaragozanos, y este último, con el tiempo, director general de Arquitectura en el Ministerio de la Vivienda, siendo ministro Vicente Mortes, de hondas amistades en Santa Cruz, como bien recordará un ex alcalde chicharrero. Pero el peso pesado lo daban los opositores, aves de paso en aquella residencia donde pensaban recuperar los años perdidos en la guerra, si bien con una intensidad de estudio como nunca conocí igual. De ellos destacaban los notarios y los abogados del Estado. De aquellos, recordaba el otro día, hablando con él en su 90 cumpleaños, a Marcos Guimerá Peraza, que nada más llegar dio en el blanco y sacó su notaría a la primera. Marcos era para todos un ejemplo de seriedad y compromiso consigo mismo; tenía todo el tiempo ajustado y ordenado, y los tiempos de descanso como los de estudio y sueño estaban regulados por el minutero, y nada se dejaba a la improvisación... y así, claro, acertó a la primera. Tenía un gran reloj Roskoff Patent, de aquellos de cadena que se guardaban en el bolsillo del chaleco, y cada cuando lo sacaba para controlar la jornada. Casi la única distracción era ir a una heladería que acababan de abrir en un bar en la calle Princesa, enfrente del teatro de la Comedia, aquel del primer discurso de José Antonio del año 33 que empezaba con "nada de un párrafo de gracias, escuetamente gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo"; pues en aquel recodo donde pusieron los helados, allí se tomaba, nos tomábamos, un "mixturado", como bautizó a un vaso de limonada con una bola de helado de vainilla; mantecado, que decimos por ahí. Marcos fue también un buen deportista y lo recuerdo jugando al fútbol de defensa derecho y también al tenis en el Club Náutico, ya en el nuevo. Y contándonos luego la vida de la gente importante de Canarias con la autoridad del maestro.

¿Y los que opositaban a abogados del Estado? Lo dejaremos para el domingo que viene, si Dios quiere y ustedes aguantan.