ESTA FUE la última pensión en mi larga estancia en Madrid como estudiante, que comenzó el año 39 del pasado siglo (parece imposible que haya pasado tanto tiempo), después de acabada la guerra, cuando en unos casos empezó y en otros se reinició la interrumpida ida de estudiantes a la Península para empezar o continuar aquellas carreras que no se podían estudiar en La Laguna, que sólo impartía por aquellas décadas Derecho, Ciencias Químicas y pare Vd. de contar. Lo más frecuente era en muy primerísimo lugar ir a hacer Medicina y luego las Ingenierías, Farmacia, Filosofía y Letras y alguna más. La mayoría íbamos a Madrid, aunque Cádiz, Santiago y Salamanca eran también preferidas para los de Medicina (aunque algunos iban a Barcelona, como Ernesto Castro o Luis Carrasco) y algún que otro de las Ingenierías se nos fue también a Barcelona (como Rubens Henríquez). Pero para cuantos empezábamos la aventura de vivir fuera de casa y tan lejos, un problema crucial era saber dónde íbamos a comer, dormir y estudiar, cuál durante unos años iba a ser nuestra otra vivienda en la Península. Porque sólo había dos posibilidades: las pensiones o casas particulares que alquilasen habitaciones, ya que el cuento ese de los Colegios Mayores fue una invención del dictador Franco y al menos a los de mi quinta no nos cogió. Había habido en Madrid la famosa y selecta Residencia de Estudiantes del Pinar de Chamartín, donde estuvieron mis primos Luis Mandillo y Rafael Lecuona, sede accidental de numerosos jóvenes inquietos que luego fueron famosos como Salvador Dalí o Federico García Lorca, pero en aquellos momentos cerrada, seguramente por haber sido guarida de "rojos" intelectuales. Hoy en día sigue en el mismo lugar, remozada debidamente, escenario continuo de todo tipo de eventos culturales, de los que me llega puntual información como miembro de Amigos de la Residencia, entidad que presidió durante años la actual ministra de Educación y a los que no acudo con la asiduidad que me gustaría. Los tiempos han cambiado mucho en estos últimos 70 años, ya que ahora los estudiantes se pasan medio curso yendo y viniendo en avión a las islas con el menor pretexto, ya sea por puente, Navidad, semana blanca y mil conceptos más que la actual economía doméstica permite en la mayoría de los casos, mientras nosotros, si acaso, íbamos una vez terminado el curso, en un viaje por tierra y mar que duraba al menos tres días. Y así como ahora los estudiantes residen en Colegios Mayores que son como los mejores hoteles de mi tiempo y cuentan con numerosos actos culturales que en ellos tienen lugar, o bien se reúnen tres o cuatro y alquilan un piso donde hasta se hacen ellos mismos la comida; para los de mi quinta no había otra solución que la pensión o la casa particular.

En mi primer desplazamiento a Madrid el año 39, mi padre nos había buscado a mi primo Guillermito Cabrera y a mí un alojamiento en la céntrica calle de Almagro en la casa de una viuda de un militar de la guerra de África, donde ocupábamos los dos una amplia habitación interior, con su armario y su mesa para estudiar. Por cierto, que así como yo me preparaba para el ingreso en la Escuela de Caminos, aunque como primero ingresé en la de Minas allí me quedé, mi primo iba para estudiar Ingeniería Naval, pero no debía ser muy fuerte su vocación, ya que a la vuelta del primer día de clase a la que asistimos los dos y mientras yo intentaba resolver los primeros problemas que nos habían puesto, Guillermo decidió que aquello no era lo que le gustaba, tiró la toalla y se orientó a la carrera de Medicina, que luego siguió en Zaragoza y que debía ser su vocación escondida, ya que llegó a ser colaborador directo de don Severo Ochoa allá en Nueva York y hay referencia gráfica celebrando la concesión del Nobel en el laboratorio de la Universidad donde trabajaban, con copas de champán en la mano. Pero no duró mucho nuestra estancia en aquella casa, más bien por impertinencia nuestra, ya que se trataba de una familia la mar de honorable y sencilla, con las estrecheces económicas propias de la viudedad, familia formada por la madre y cuatro hijos, tres hembras y un varón, este de unos 15 años, que estaba terminando el Bachillerato y cuya ilusión era ser ingeniero naval, lo que consiguió en su momento y tuvo una brillante carrera en la Administración llegando a ser director general, mientras que un hijo suyo ha ocupado relevantes puestos empresariales y cada vez que su nombre aparece en la prensa no puedo menos que acordarme de mis primeros pasos en Madrid.

Y a partir de entonces comenzó un no diré que largo, pero sí variado peregrinar por pensiones de diverso tipo, comenzando por una de la calle Barquillo a la que fui con mi amigo Rodolfo Godínez, hermano de una muy guapa Pilar y de al menos otros dos hermanos, hijo del entonces jefe de la Jefatura Agronómica de Santa Cruz, en cuya casa próxima al Camino Largo de La Laguna pasamos muy buenos ratos muchas tardes de los veraneos de los años de guerra, con una biblioteca espléndida en la que leí por primera vez novelas de Zane Grey y Salgari, y aquellas otras de "Los viajes morrocotudos" de Joaquín Pérez Zúñiga, con excelentes dibujos de Xaudaró, que hace unos años recuperé, en edición del año 2000, en una Feria del Libro en Santander, y donde se nos cuenta las aventuras en pos del llamado "Trifinus Melancólicus". En esta pensión nos encontramos un buen día a la hora de la comida con mi prima Antoñita Mandillo, hija de mi tía Adela y de mi tío Juan Vicente, y hermana de Luis, el que fuera estudiante de Derecho en la Residencia de Estudiantes antes mencionada; mi prima se encontraba de paso en Madrid, pues se iba al frente de un grupo tinerfeño de los Coros y Danzas de la Sección Femenina de Falange, a un viaje de exhibición de bailes y canciones canarios por varios países de la América de habla hispana. Tampoco fue prolongada la estancia en Barquillo, ya que al cabo de tan sólo unos meses y a causa, creo recordar, de unas reformas a hacer en aquella pensión que ocupaba el segundo piso de una casa de tres, hubimos de buscarnos, ahora cada uno por su cuenta, nuevo acomodo, procurando siempre que no estuviese demasiado lejos de la Academia Krahe, sita en la Plaza de la Libertad, entre La Bolsa y el Hotel Ritz, donde me preparaba para el ingreso en una Escuela de Ingeniería, ya que la peparación era casi igual para todas ellas.

Antes de llegar a la que fue, seguramente, la mejor de las pensiones en que me cupo residir, la de la calle del Prado, pasé unos días entre un par de ellas, en casa de una tía mía, la tía Felisa, de familia gallega aunque residentes en Argentina y con importantes propiedades, casada con un hermano de mi padre que era médico militar de la Armada, pues eso de ser médico debía ser vocación familiar ya que, salvo mi padre que era el mayor de 9 hermanos, sus otros cuatro hermanos varones eran todos médicos, con estudios en la Facultad de Cádiz tan grata a los canarios, mientras que de las hembras, dos fueron monjas. En aquella España de entonces, había que ser "mitad monje, mitad soldado", como rezaba un eslogan de los vencedores en la guerra civil. Pero ya les seguiré contando la semana próxima algo más de aquellos mis primeros años de estudiante en Madrid.