La historia de la orquesta del Titanic siempre ha estado entre la veracidad y la leyenda. Cuando el trasatlántico que no podía hundirlo ni Dios comenzó a irse a pique antes de concluir su primer viaje -qué sarcasmo-, sus ocho músicos se pusieron a tocar en el salón de primera clase para que no cundiera el pánico entre los pasajeros ricos. Con los pobres no había problemas, pues permanecían encerrados en las cubiertas de tercera clase. Luego, acaso movidos más por la resignación a lo inevitable que por su profesionalidad, siguieron interpretando sus piezas a popa de la cubierta de botes; lo último que se tragó el helado Atlántico del insumergible paquebote.

Verdad o fantasía -la sociedad siempre inventa héroes y acciones memorables cuando carece de casos auténticos capaces de redimir su mezquindad-, el caso de la orquesta del Titanic ha sido desde entonces un ejemplo al uso para ilustrar como muchas personas, de manera individual o colectiva, deciden resignarse indolentemente a una calamidad que ya se les escapa de las manos. Es el conocido precepto del árabe sabio: si tiene solución, ¿por qué te preocupas? Y si no la tiene, ¿para qué te preocupas?

A la vista de lo numerosas que han sido, y lo concurridas que han estado, las fiestas más caras para celebrar el fin de 2008 y el comienzo de 2009, parece que abundan quienes han elegido comportarse como la desdichada orquesta. Lo cual no me parece criticable. Quizá pocos años en la historia reciente hayan dejado un recuerdo tan odioso como lo ha hecho ese ya pretérito 2008. No obstante, la única culpa del año recién concluido ha sido despertarnos de un sueño improrrogable. Una fantasía, por otra parte, tampoco novedosa en el ideario de la sociedad mundial; al menos de la occidental. Porque habida cuenta de la dimensión adquirida por la crisis actual, muchos han querido recuperar el testimonio de quienes vivieron el crack del 29. Aún quedan supervivientes para contarnos en primera persona qué ocurrió; o qué les ocurrió a ellos, pues lo que sucedió aquel jueves 24 de noviembre, y sobre todo la desbandada bursátil del lunes siguiente, está perfectamente recogido en las hemerotecas. La gente compraba acciones con dinero prestado por los bancos, aunque su revalorización cubría con holgura unos intereses que entonces rondaban el diez por ciento. Cuando la situación real de las empresas no fue capaz de sustentar el valor ficticio alcanzado por los títulos bursátiles, el tinglado cayó de golpe. Quebraron miles de bancos y se esfumaron los ahorros de millones de personas. ¿Les recuerda algo esto en comparación con el momento actual? Eso sí, hay una sutil diferencia: entonces la gente pedía dinero para comprar acciones; ahora lo ha hecho para comprar ladrillos. Al menos en las casas se puede vivir.

Cuando comenzó 1929, el presidente norteamericano Herbert Hoover anunció una nueva era de bienestar eterno. Once meses después resultó evidente que se había equivocado. Hoy, a 2 de enero de 2009, todavía no he oído ni una sola premonición buena para el año que nos aguarda. Espero que los augures de ahora se equivoquen tanto como Hoover. Sin embargo, y por si acaso, convendría que no nos siguiésemos comportando como la orquesta del malogrado Titanic.